Biografía
A partir de cierta edad vas en el autobús y oyes una palabra cualquiera: colcha, por ejemplo, y en seguida comienzan a desfilar por tu cabeza las colchas de tu vida. Quizá recuerdes las primeras, destinadas más al abrigo que al adorno: una de ellas tenía un tacto semejante a la que había en el último hotel en el que tuviste que hacer noche: un tacto áspero, como de un terciopelo descortés, grosero. Quizá no resististe la tentación de pasar la lengua por su superficie para recuperar el sabor del insomnio infantil, del miedo. Y si escuchas la palabra reloj recordarás sin duda aquel de péndulo que daba los cuartos y las medias y las horas enteras en la casa de tus abuelos, donde pasaste la escarlatina o las paperas. A lo mejor estás en la barra de un bar y alguien menciona a tu lado la palabra pasillo; entonces, aún sin cerrar los ojos, se te aparecen los pasillos de tu vida: aquel por el que se deslizaban las campanadas del reloj de péndulo, mientras te tapabas la cabeza con la colcha para no oírlas cabalgar hacia tu cuarto. O aquel otro por el que a partir de cierta hora de la tarde comenzaba un tráfico intenso de fantasmas. Pero también uno en el que te extraviaste para siempre, del que a lo mejor no has salido. Y si piensas en ese vaso que ahora te llevas a la boca, quizá recuerdes uno de aluminio cuyos bordes, fríos como los labios de un cadáver, sabían a electricidad.
A partir de cierta edad, las palabras son como las teclas de un ordenador; las pronuncias con la punta de la lengua o las golpeas con la yema de los dedos, da lo mismo, y aparece en la pantalla de la memoria un directorio de colchas, de relojes, de pasillos o de vasos, que son los diferentes pedazos de tu biografía. Cuando todos esos directorios se confunden bajo el misterioso código organizador del Alzheimer, estás listo.
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