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Tribuna
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El último grito

"Nunca me llevas a ninguna parte", me espetó mi actual esposa.Estuve un momento mirándola. Era muy tarde, yo me sentía cansado tras una doble jornada en mi arriesgado oficio de periodista de investigación, y no estaba para bromas. Hubiera sido fácil saltar y pronunciar una grosería.

Pero decidí ejercer mi enorme fuerza de voluntad y, en una muestra concreta de los buenos propósitos que hice para perfeccionarme en el nuevo año, le dije: "Perdóname, cariño, tienes razón. Probablemente en mi afán de meter a malhechores en la cárcel, últimamente no te he prestado toda la atención que mereces. Perdóname. ¿Adónde quieres ir?".

Me sonrió dulcemente a la vez que extendía un folleto de vivos colores. "Mira", dijo con ese vozarrón que me encanta, "es la publicidad de un nuevo lugar de diversión en nuestra ciudad. Es el último grito".

Inspeccioné el folleto. "Una deliciosa morada para diosas, ninfas y efebos", pude leer. También se reunían aquí "enanitos saltarines, meigas, príncipes valientes, enmascarados errantes, poetas cosmogónicos, motoristas ciclópeos, etimólogos tímidos, yuppies de cualquier ralea, músicos piratas, relaciones públicas con gran desparpajo y demás héroes y semidioses nocturnos, noctámbulos y noctívagos, incluso cafeteros diurnos".

Ella cogió el folleto y me suplicó. "Cariño, por favor, llévame a esa morada. Dice aquí que es un reducto de artistas, ensoñación cultural para empedernidos nobles de la vida, bohemios de alta alcurnia, vividores de baja estofa y niños grandes que siguen queriendo ser igual que el diablo cojuelo'. Porfa, cariño. Será como en nuestros primeros tiempos, cuando éramos novios".

Aunque yo prefiero no recordar esa fase de mi vida, me vi sin escapatoria. Así que, con la decisión que me caracteriza, le dije: "Venga, vámonos". Tan sólo tardó una hora en arreglarse.

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Mientras yo conducía, mi mujer me anunció que el local, "al igual que los bufones tradicionales, ejerce una función cátártica: es un liberador de tensiones que trabaja para recuperar las relaciones sociales. Rompe con las disciplinas contribuyendo al mismo tiempo a restaurarlas, por vía de lo imaginario y del espectáculo, la música y el verso. Su nacimiento es un escándalo que le diferencia; su fuerza proviene de capacidades supernaturales; su personaje se corresponde, a un tiempo, con el del payaso risible y con el del héroe".

"¿Qué te parece, cariño?", me preguntó.

"Fascinante", le contesté con sinceridad.

Aparcamos frente a un edificio elegante de tres plantas. En la puerta había un portero y me puse en guardia -aunque sé una técnica infalible, que no voy a revelar, para entrar en cualquier lugar-, pero el hombre sonrió amablemente y nos invitó á pasar. Mala señal, pensé.

Rápidamente subimos a la planta superior, un bar oscuro y más bien vacío donde sonaba música; contenía un pequeño escenario para actuaciones en directo, también vacío. En el bar de la planta inmediatamente inferior, oscuro y medio vacío, sonaba música. En la planta baja, mejor iluminada, había un bar casi lleno donde sonaba música, y un poco más allá, un restaurante, también a tope. Nos acercamos a la barra, donde pedí mi acostumbrado Jack Daniels doble con ron, tequila y soda, y para mi señora, un peppermint frappé, que le chifla.

"Bueno", me dijo con entusiasmo. "¿Qué te parece?".

Miré el entorno. Tres secretarias de Carabanchel Alto, cuatro fachas con el pelo engominado, dos o tres publicitarios gilipollas, un par de universitarias que me hubiera ligado enseguida de no estar mi actual esposa -les hubiera dicho que era un motorista ciclópeo, semidiós nocturno- y una masa anónima. "No veo a ningún enanito saltarín", le contesté.

Todavía ilusionada, mi mujer había sacado el folleto y anunció que podríamos disfrutar de obras de arte, teatro, danza, cuentacuentos, cabaret, una agencia de viajes, música en vivo, tertulias y una terminal aérea".

"Pues no los veo", observé.

Nos quedamos un rato más, pagué las consumiciones y nos marchamos. Efectivamente, había sido como en nuestros primeros tiempos, cuando éramos novios. Luego resultó que el coche no arrancaba y tuvimos que coger un taxi. Tan sólo cuando estábamos en casa, y ya era tarde, leí en el folleto que el local disponía de un servicio de limousines.

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