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Apariencia y realidad

Fernando Vallespín

"¿Acaso nos juzga Dios alguna vez por las apariencias? Sospecho que sí". Así se pronunciaba W. H. Auden, escéptico ante la posibilidad de diferenciar el mundo de las apariencias de un supuesto mundo real. Y si esto vale para la divinidad, ¡cómo no aplicarlo a la opinión pública cuando enjuicia a los políticos! Sobre todo porque en la política -y ésta es su gran diferencia respecto al ámbito judicial- no hay una frontera efectiva entre realidad y apariencia. Basta que algo se describa de una determinada manera para que inmediatamente alcance el status de realidad. De ahí el énfasis que desde el principio puso el liberalismo en admitir la libre competencia entre distintas lecturas de lo real como una de las precondiciones de la libertad. Y la traducción de este principio en términos políticos significó la necesaria admisión del juego entre Gobierno- oposición como garantía última de la existencia de una pluralidad de concepciones de la realidad que permitieran al individuo orientarse en la política.En una sociedad compleja este principio debía estar sujeto a la mediación de una prensa libre que sirviera para encauzar estas distintas formas . de entender y evaluar la política y, a la postre, facultar a cada cual para que llegara a construirse su propia visión de lo que pasa, y actuara en consecuencia. Para eludir el principio de no contradicción -que algo se. pueda describir, como blanco y negro a la vez- se imaginó un lugar donde contraponer de un modo efectivo las distintas perspectivas en competencia. Ese lugar no es otro que el Parlamento, donde -a decir de Bentham- las chispas que produce el conflicto interpartidista que allí se escenifica cumplen el importante efecto de iluminar las evidencias.

A estas alturas ya nadie se atrevería a atribuir esta virtud a un Parlamento adormecido. Haya muchas o pocas chispas, la luz que despiden no nos permite ver gran cosa. Para bien o para mal, las únicas lentes de las que nos valemos para acceder a él nos las proporcionan los medios de comunicación. Y de ello son responsables quienes han despreciado la institución parlamentaria y se lamentan a la vez de su linchamiento moral en los medios.

La saña y virulencia con la que muchos de éstos se han venido enfrentando en los últimos años al partido gobernante y al presidente del Gobierno ha ido en aumento a medida que iban frustrándose sus objetivos: primero, la derrota electoral del Gobierno; su dimisión, después. Qué duda cabe que se trata de una visión selectiva donde el trabajo y los mayores o menores logros políticos de la gestión cotidiana del Gobierno desaparecían detrás de la ventilación de escándalos. Que se instrumentalizaran criterios morales para incrementar ventas, satisfacer oscuras fijaciones con el presidente o potenciar el poder y, la influencia de los medios es ahora irrelevante. Aquí ocurre como en el mercado, al final da igual que la motivación que guíe a los agentes eco nómicos sea el bienestar general o el puro lucro. Lo que importa son los efectos que produce. En nuestro caso concreto, abrimos a un mundo de apariencia / realidad que si no hubiera permanecí do oculto. Esta construcción mediática de la realidad no puede contraponerse -como González apuntaba en la famosa entrevista- a una supuesta verificación o revisión judicial de la misma. Sencillamente, porque esta última se halla sujeta a criterios de objetividad tipificados, y no es capaz de atrapar más realidad que aquella que le permite la urdimbre. de sus filtros. ¿Acaso pretende el señor González que suspendamos nuestro juicio de su labor hasta que se hayan pronunciado sentencias firmes? Con toda la importancia que tiene la función judicial, su papel político tiene sus límites. Sus indagaciones y sentencias, en tanto que la aplicación del derecho, sirven para reducimos la complejidad de un mundo que en muchos aspectos no puede sobrevivir sin una clara objetivación -convencional, por lo demás- de determinadas realidades. Pero sólo aquellas a las que es aplicable el código legal / ilegal. No pueden pronunciarse sobre lo que sea bueno o malo, o lo políticamente admisible. Quien ha de sancionarlo no son los jueces, sino el pueblo. El fin de este psicodrama al que estamos asistiendo no es judicial, es político. Y el protagonismo debe devolvérsele a quien merece tenerlo en un momento de crisis institucional: el pueblo soberano.

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Es muy probable que unas elecciones generales no resuelvan la situación de incertiumbre política, la gobernabilidad o la psicosis de los mercados financieros. No se reivindica aquí el recurso al electorado por razones pragmáticas, sino por una cuestión de principios. Lo que está bajo sospecha no es el rendimiento del Gobierno, sus logros o fracasos, como suele ocurrir en las elecciones generales ordinarias. Es el mismo uso que se ha hecho de las instituciones democráticas. Por poner el símil del deporte, lo que se trata de ver no es si se ha jugado mejor o peor, sino si se han respetado las reglas. La guerra sucia contra el terrorismo, la corrupción y la financiación ilegal de los partidos políticos equivalen al dopaje de los deportistas: anulan sus marcas. Con la diferencia de que en la política carecemos de una posible elucidación científica de estas prácticas. Los ciudadanos, como los consumidores, deciden en función de sus preferencias y de la información disponible, ya sea ésta el resultado de pesquisas judiciales o de la información / desinformación que reciben de los medios. Y tienen el derecho a emitir la sentencia definitiva, la auténticamente firme. Del mismo modo que los políticos tienen el derecho y el deber de explicarse ante ellos, de mostrar su realidad y sus razones.

Puede que, como se ha dicho en estás páginas, la enfermedad que atenaza a. nuestro sistema político sea más imaginaria que real. Pero, como afirmamos al comenzar, y est o es algo evidente para quienes nos dedicamos a las ciencias sociales, el cuerpo social no distingue entre lo somático y lo psíquico. La realidad aparente es realidad. Si todo es producto del error y la ilusión, ¡convenzamos de ello, señores! Ahí está el Parlamento como ámbito idóneo para acceder a una caja de resonancia pública mediante una moción de confianza; o, en el caso de la oposición, para aprovechar una moción de censura para que enjuiciemos si detrás de su descalificación global de la etapa anterior hay o no un proyecto de gobierno. ¡Qué importa a estos efectos que resulte o no victoriosa! En esta situación de escándalo político-social la cara de la prueba la tienen los políticos. ¿Acaso cabe imputarse la financiación ilegal de los partidos a sólo uno de ellos? Al final, que se nos permita, manifestamos de forma efectiva, y no como mera carne de encuestas, siempre pasiva y sumisa. En todo caso, sólo consiguen sacar a la luz percepciones de la realidad, no lo que ésta sea.

Todo esto puede sonar un tanto dramático y sacado de quicio. Seguramente se acabarán imponiendo al final determinadas convicciones, se corregirán errores, y nuestra política democrática encontrará de nuevo su camino normal. Mucho me temo, sin embargo, que sin el recurso catártico a un pronunciamiento del pueblo -excepcional, porque la situación lo exige- nuestra vida política seguirá sumida en la sospecha hacia la clase política y la desconfianza en las instituciones.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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