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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El candidato, a examen

DESDE QUE José María Aznar ha encabezado las candidaturas del PP a las elecciones generales, la estrategia de su partido ha sido la de practicar una política de erosión permanente contra el Gobierno de Felipe González. A partir de las denuncias de fraude electoral que los populares profirieron después de los comicios de 1989, resultó evidente que habían elegido la vía de un enfrentamiento directo como método para devolver el poder a la derecha. Para ese propósito, todos los medios parecían -y parecen- aceptables. De modo que hemos desembocado, con la complicidad inapreciable de la torpeza y la falta de ética de no pocos dirigentes socialistas, en una situación límite que requiere urgentes soluciones.Esta política de tierra calcinada para con el PSOE, basada sobre todo en la destrucción de su imagen y en el ataque personal y virulento a su líder, no bastó, sin embargo, para que las urnas le dieran la victoria a José María Aznar en junio de 1993. Sin duda porque junto a la fortaleza de sus denuncias lucía demasiado la endeblez de sus proposiciones. La credibilidad de la alternativa no crecía a medida que desaparecía la confianza en los socialistas. Algo que revelan los sondeos realizados incluso en las horas más bajas de González.

En lo que ha transcurrido de legislatura, el PP ha radicalizado su táctica, con la colaboración de las terminales periodísticas del partido. El descubrimiento de importantes casos de corrupción, entre los que destaca el del director general de la Guardia Civil, alimentó la erosión de un Gobierno que, por estar en minoría, necesita el apoyo constante de los nacionalistas catalanes. En sus prácticas destructivas, los estrategas de Aznar no han dudado, por lo, mismo, en incluir entre sus objetivos al partido y la política de Pujol, levantando toda clase de sospechas sobre el futuro de las autonomías en el caso de que los populares lleguen al poder. Y tampoco han tenido empacho en buscar una colaboración nada sutil con los comunistas para instrumentar sus denuncias contra el Gobierno central y la minoría catalana, o a la hora de bloquear la gobernación de Andalucía. Ya antes, y en medio de serios enfrentamientos entre el Ejecutivo y los sindicatos, se fotografiaron con los líderes de UGT y Comisiones Obreras a fin de transmitir un mensaje de populismo social, mal entendido por los empresarios y los votantes típicos del PP.

No cabe la menor duda de que el sistema empleado por Aznar ha causado efecto. Sólo meses después de las últimas elecciones, el Gobierno, acosado por denuncias de todo tipo, mostraba síntomas de agotamiento. Hoy parece estar al límite de sus fuerzas, y la cuestión que los centros de decisión de este país se plantean es, fundamentalmente, cómo y cuándo salir del actual atolladero, de forma que lo que luego suceda no empeore aún más las cosas.

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Entre los efectos perversos de las tácticas utilizadas se encuentra el creciente desprestigio en el que la clase política y las instituciones comienzan a sumirse. Los deseos de neutralidad que algunos comentaristas tienden a mostrar parten de la base de que, en realidad, "todos son iguales" y de que cuando venga el PP, sus gobernantes no serán menos corruptos que los de ahora. Se llega a poner en entredicho la transición como logro democrático y se especula con paralelismos imposibles entre el felipismo y el franquismo. El sistema todo está bajo sospecha.

La alternativa

Es evidente que muchas de estas cosas no son fruto de decisiones del partido de la oposición y que probablemente rebasan la imaginación de sus estrategas. Pero el PP, cuando menos, ha dejado que otros hagan el trabajo sucio de interpretar la historia a su conveniencia. Sin reparar en que los esfuerzos que la derecha hace por presentarse a sí misma como la auténtica guardiana de la democracia en España resultan un poco grotescos. Y sin preguntarse si no será suicida para ella que sea precisamente el PP quien abra un proceso generalizado en este país contra la corrupción política y los crímenes de Estado.Debido a esas dudas, y dada la probabilidad de que la derecha gobierne un día no muy lejano, lo que importa es fortalecer, hacer creíble, la alternativa. Y hacerlo desde las instituciones democráticas, y no desde las columnas de la prensa. Desde ese punto de vista, el temor de Aznar a presentar una moción de censura contra un Gobierno al que tan duramente ataca es del todo inadmisible. El argumento de que en esa moción el examinado es el candidato a presidente y no el presidente censurado resulta irrelevante, sobre todo porque es bueno que sea así. Los constitucionalistas decidieron que las mociones de censura fueran constructivas, con la propuesta de un presidente alternativo, para evitar que nuestro régimen cayera en un parlamentarismo estéril.

El líder conservador habría comentado recientemente la inconveniencia de que él se pusiera ahora a "hablar de agricultura" en las Cortes, en medio de la que está cayendo. Sin embargo, eso es exactamente lo que tiene que hacer. Si no quiere pasar a la historia como el hombre que lo destruyó todo de tal manera que incluso logró destruir su propio futuro, y quién sabe si el de los españoles, José María Aznar tiene que comparecer cuanto antes en el Parlamento para explicar, con concreción y voluntad de compromiso, lo que quiere hacer con España.

No basta con dedicarse a descalificar al adversario, sino que tiene que hacer los deberes mínimos de quien aspira a gobernar. Si dice que se pueden bajar impuestos, que explique cuáles, y cómo se ha de combinar esa política con la lucha contra el déficit. Si pro mete bajar el gasto público, que puntualice en qué rúbricas, cómo se verán afectados los funcionarios y los respectivos departamentos. Si asegura que tiene un plan de viabilidad para Iberia, que diga cuál es. Si piensa que puede resolver el problema de los médicos, que determine en qué forma. En definitiva, si tiene respuestas -o al -menos, propuestas- para la sequía, que hable, efectivamente, de agricultura en las Cortes y se apee del sonsonete de "márchese, señor González", porque éste se va a ir, antes o después, y lo que nos preguntamos todos es lo que va a hacer el que venga. Qué va a hacer con la política autonómica, con la reforma de la Administración, con la justicia, con la financiación de los partidos políticos, con la lucha antiterrorista, con los fondos reservados -controlarlos, sí, pero ¿cómo?-, con el servicio militar, con los insumisos, con las leyes laborales, con la Seguridad Social, con la cultura y con tantas y tantas cosas en donde la acción del Gobierno merece hoy su dura crítica descalificadora, pero la opinión pública permanece ayuna de las soluciones que ofrece.

La convocatoria de elecciones generales, tan reclamada por Aznar, debe ser el corolario de lo que suceda en el Parlamento, de la pérdida de la confianza de González o la victoria de la censura ejercida contra él. Cuando menos, las decisiones que el presidente, tome respecto al adelantamiento de los comicios tienen que venir motivadas por los debates y resoluciones en las Cortes, sede de la soberanía popular y representación de la voluntad de los españoles.

La resistencia del presidente del Gobierno y del principal líder de la oposición a servirse de los instrumentos legales y parlamentarios que la Constitución ofrece para intentar dar salida a situaciones como la actual es más que lamentable. Y en el caso de Aznar, ilustra una vez más acerca de las razones, nada fútiles, por las que la alternativa sigue siendo poco creíble a los ojos de muchos.

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