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Tribuna
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La coherencia ajena

Se observa muchas veces que las personas que no participan de una convicción, cualquiera que ésta sea, exigen de los que se proclaman convencidos una conducta coherente con lo que proclaman, aunque esa coherencia lleve a consecuencias que el no convencido cree que no son en modo alguno convenientes, al menos para él, o incluso que son dañinas.Este tipo de razonamiento, si así puede llamarse, es muy frecuente en la argumentación política, si así puede denominarse, y lo vengo. padeciendo desde que empecé a oír o leer producción panfletaria: el comunismo es malo, decía, el anticomunista predicador, y jamás lo aceptaré como criterio inspirador de conducta, y yo comeré lo que me dé la gana, si puedo; pero si usted es comunista, deberá comer garbanzos y no carne de vacuno de primera; usted, sin embargo, come carne de vacuno de primera, lo que no pueden hacer los desheredados de la tierra; luego usted es un mal comunista, vergüenza le debería dar; usted es un mal ejemplo, sujeto incongruente. A mí me parecía, cuando oía proposiciones de este jaez, lo que no era tan raro hace unos años, que la incongruencia del comunista concreto, en su caso, era cuestión que el anticomunista debería celebrar o como prueba de la endeblez de la doctrina, o al menos como prueba de la endeblez del comunista incongruente, que no dudaba en aceptar la misma conducta que era coherente con el anticomunismo más acendrado, o sea, comer carne de ternera de primera.

Lo mismo sucedía y sucede con otros creyentes. El descreído que no considera socialmente rechazable mantener relaciones sexuales extramatrimoniales, e incluso cree que el matrimonio es una filfa, reprocha al católico integrista su adulterio, cuando, para las convicciones del primero, el adulterio, sencillamente, no existe como concepto que contiene una calificación moral o jurídica. A mí me parecía y parece que la lógica de la propia convicción debería llevar a la conclusión contraria: bien venido sea el adulterio generalizado, prueba de que el adulterio no existe, o, al menos, no debería existir.

Sin embargo, este modo de proceder no cesa, y siempre aparecen nuevos ejemplos: usted, que se proclama de izquierda pura y dura, ha pactado o puede pactar con la derecha: sea anatema; olvidándose de que no se puede anatematizar desde fuera de la fe, sino sólo desde dentro; y más aun cuando yo, que me proclamo la izquierda, pero menos absurda, o sea, menos pura y dura, sí puedo pactar y pacto con la derecha, con tal de que hable catalán, pongo por caso; pero lo que en mí es una conducta razonable, por coherente, en usted es incoherente, y por tanto una traición a sus ideales, que son los míos, y a la clase o grupo que decimos representar.

Este modo de argüir tiene otras derivaciones y manifestaciones: ¿cómo es posible que usted, que quiere acabar con lo que usted y yo llamamos las desigualdades sociales, se entienda con los desiguales? Usted es incongruente y traidor, no yo, que tengo los mismos objetivos que usted, pero entiendo que hay que tratar y pactar con los desiguales, y aun permitir o fomentar cierta desigualdad económicamente fructífera. Yo, que soy tolerante por convicción, y por tanto pragmático, y por tanto acomodaticio, y por tanto coherente con lo que proclamo, no tolero que usted sea tolerante, ni pragmático, ni acomodaticio, porque en usted eso no es, coherente; y, por tanto, lo único decente que usted puede hacer es ponerse a mi servicio, a mis órdenes, hablando en plata; usted es un rehén de nuestros ideales comunes; yo, no; yo soy la flexibilidad misma, sólo que, en cuanto a dejarle a usted jugar, soy inflexible; y, si no puedo impedirlo, al menos le condeno por su fea conducta.

Por donde viene a concluirse que, para muchos, el mejor intérprete de la fe de algunos es su adversario, siempre que éste, naturalmente, sea razonablemente descreído, o profese una fe contraria.

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