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JAVIER FERNÁNDEZ SEBASTIÁN Actualidad de Condorcet

En 1794 moría, víctima de la Revolución Francesa, uno de sus más ilustres antecesores. Al rememorar en este bicentenario la figura polifacética de Condorcet, el último enciclopedista, quizá no sea ocioso echar una ojeada a algunas de sus propuestas de carácter práctico, que sólo muchos años después serían retomadas y aplicadas por los poderes públicos.Intelectual preocupado por la mejora de la sociedad, su intervención en política durante el periodo crítico que puso fin al antiguo régimen fue, si vale la lítote, la de un revolucionario moderado. Contra las falacias de los demagogos que, por el atajo de la insurrección o el golpe de Estado, se erigen en "verdaderos representantes" de un simulacro de soberanía popular, Condorcet propuso mecanismos constitucionales que, canalizando desde la base las demandas e iniciativas populares, hicieran posibles cambios virtualmente revolucionarios sin abandonar las vías jurídicas. Persuadido de que la garantía efectiva de los derechos y libertades individuales es la mejor defensa contra la arbitrariedad del poder -también contra los excesos perpetrados en nombre de la virtud republicana-, su proyecto de Constitución democrática-liberal intenta hacer de la Asamblea representativa el único portavoz de la soberanía nacional, evitando así que una minoría extremista "usurpe el derecho de hablar en nombre de todos".

Tales propuestas revelan una sorprendente confianza, insólita en su tiempo, en el sufragio universal. Ahora bien, consciente del papel estratégico de la escuela en la sociedad moderna, Condorcet considera que el derecho natural al voto tiene su imprescindible correlato en el no menos "natural" derecho a saber. Sus escritos Sur l`instruction publique, dirigidos a la Asamblea Legislativa, proponen todo un plan de enseñanza pública (alternativo al que poco antes dirigiera Talleyrand a la Constituyente) que, en sus primeros niveles, habría de ser gratuita, laica e igualitaria, a fin de proporcionar a todos los individuos los instrumentos esenciales para progresar en el conocimiento y, sobre todo, para que cada uno pudiese fundar libre y responsablemente sus decisiones, criterios y opiniones (haciendo así realidad el desiderátum de la Ilustración, canónicamente enunciado por I. Kant).

Plenamente dueños de sí mismos, los ciudadanos emancipados irían conformando una "razón general" que idealmente lograría conciliar dos principios perpetuamente en pugna desde los comienzos de la reflexión política occidental: la soberanía del número y la soberanía de la razón. Por lo demás, la escuela laica condorcetiana, al excluir radicalmente toda enseñanza. religiosa en las aulas, debía hacer comprender muy pronto a los escolares que sus creencias domésticas, lejos de ser universalmente compartidas, constituyen un asunto privado, vacunándose así contra la intolerancia. La neutralización ideológica del espacio público escolar, incompatible con cualquier clase de proselitismo o adoctrinamiento político partidario, no sería óbice para que los niños recibieran una educación cívica orientada a crear una nación de ciudadanos sobre la base del respeto a los principios más generales que informan el sistema (libertad, igualdad, fraternidad).

Su espíritu racionalista y cosmopolita se aviene mal con el empirismo político y el relativismo cultural. Condorcet, como Sieyès, piensa frente a Montesquieu que sólo la razón -y no la "naturaleza", ni la historia- ha de servir de guía a la legislación, y mas de una vez se burla de quienes sostienen la "extravagante idea de que entre los bretones y los poitevinos existen tales diferencias de clima y de costumbres que deben ser gobernados por leyes diferentes". No menos mordaz se muestra contra aquellos miembros de los órdenes privilegiados que, olvidando su esencial condición de seres humanos, "ocultan su nulidad personal recurriendo a sus títulos de nobleza o ligan su existencia a un cuerpo colectivo", argumentos que, con ligeros retoques, hoy podrían igualmente dirigirse contra tantos nacionalistas exaltados como proliferan en este otro fin de siglo, dispuestos a sacrificar la autonomía individual en aras de la barbarie étnica (o, en los casos menos dramáticos, a subestimar lo mucho que todos tenemos en común so capa de hechos diferenciales amplificados, hipostasiadas identidades colectivas y demás cantilenas particularistas).

Paradójicamente, la parte más conocida de su obra, su filosofía de la historia, es la que peor ha soportado el paso del tiempo: una consoladora teoría del progreso por etapas que, en la estela de Turgot, presenta a la humanidad avanzando imparablemente "por la ruta de la verdad, la virtud y la felicidad" hacia un luminoso e inminente futuro. La crítica ilustrada de la Ilustración -y, sobre todo, los más brutales e insoslayables episodios de la historia del siglo XX- se han encargado de desmentir hace tiempo tan idílicos pronósticos. Pero tampoco sería justo cargar en la cuenta del impenitente optimismo histórico de Jean-Antoine-Nicolás de Caritat los grandes extravíos contemporáneos de la razón -de Auschwitz al Gulag-, pues, como observó R. Nisbet, en el desarrollo decimonónico de la idea de progreso hay suficiente ambigüedad para que puedan distinguirse claramente dos líneas: no es lo mismo creer, como lo hace ingenuamente Condorcet, en el ensanchamiento ininterrumpido de las libertades individuales, que legitimar en nombre del progreso la acción de un poder omnímodo empeñado a toda costa en una transformación compulsiva de la sociedad.

Es evidente, sin embargo, que el fruto más granado del pensamiento de Condorcet no hay que buscarlo en ese Esquisse d`un tableau historique des progrès de l'esprit humain que hoy se nos antoja irremediablemente kitsch, ni tampoco en sus escritos cientifistas en torno a la política racional y la matemática social, que abrirán el camino a las especulaciones saint-simonianas y comtianas sobre la posibilidad de una ciencia, a la vez explicativa y normativa, de las sociedades; su verdadera victoria póstuma se dio en el más utilitario y prosaico terreno de la reforma pedagógico-administrativa. Me refiero a la escuela de la III República, esa prestigiosa, envidiable institución que tanta solidez ha dado a Francia como Estado-nación; un sistema educacional que, como reconociera Jules Ferry, tuvo en el filósofo matemático a uno de sus principales inspiradores.

No, definitivamente nuestro mundo posmoderno no ofrece en este final de milenio el panorama deslumbrante que el malogrado philosophe esbozó hace doscientos años mientras trataba de escapar a la larga mano del Terror. Sus profecías han resultado estrepitosamente fallidas. Pero, precisamente por ello, su pensamiento es cualquier cosa menos inactual. Los enemigos de Condorcet -el despotismo, la intolerancia, los prejuicios, el fanatismo, la ignorancia-, lejos de haberse esfumado, salen a nuestro encuentro en tropel cada mañana al hojear las páginas de la prensa. En esas condiciones, ¿cabe razonablemente afirmar que el programa ilustrado . esté agotado o que el modelo de instrucción pública a él asociado pueda dar por cerrada su inacabable tarea?

Javier Fernández Sebastián es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco.

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