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Tribuna:
Tribuna
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La conjura de los charlatanes

Alcalde Álvarez del Manzano Plaza de la Villa

Madrid

Muy señor mío:

El que suscribe, Benito Barbadillo Perandones, de 68 años, casado, director de guardería jubilado (que no jubiloso) y orador en activo, vecino de Madrid, se dirige a usted, como preámbulo a posteriores quejas, para manifestar lo siguiente:

Que, aunque tengo buen carácter, ando avinagrado por el estado de postración a que nos vemos sometidos los oradores, a no ser que nos hagamos curas, enlaces sindicales o tertulianos radiofónicos. Yo, señor, siempre tuve pico de oro, y lo sigo teniendo, aunque a muchos duela. Siempre me caractericé por mi acerado verbo y mi timbre de barítono tonante.

Soy un poco bajo de estatura, pero esta aparente pequeñez está suficientemente compensada por la voz de trueno que Dios me concedió. Incluso en los tiempos oscuros de la dictadura, servidor no se cortó un pelo al denunciar valientemente ante mis mocosos de tres años los atropellos sociales y políticos de aquel régimen. En muchas ocasiones sufrí ludibrio y mofas por parte de los educandos que, a su temprana edad, no acertaban a sopesar el alcance de mis comprometidos conceptos. Yo me consolaba repitiéndome que no está hecha la miel para la boca de los neones.

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No le voy a dar la lata ahora con mi impoluta y ejemplar biografía. En estos momentos sólo le pido a usted que baje del guindo, señor Manzano, y dé cobijo a los oradores independientes de Madrid, que somos más de los que la ciudad merece y menos de los necesarios. En todas las latitudes del universo se da importancia a la retórica popular, incluso en países del Tercer Mundo. Recientemente estuve en Nairobi y quedé absorto por la asilvestrada libertad con la que exponían sus peroratas en parques públicos los innumerables charlatanes que por allí pululan. Aquí, señor mío, los demóstenes innatos lo tenemos muy crudo. Y si nos ponemos a disertar por la calle, la gente nos tilda de lunáticos y desequilibrados.

¿Por qué se permite a Carmen Sevilla disertar en televisión con fluidez e ignorancia de lo humano y lo divino? ¿Por qué se va a llevar una fólclórica la palma en el sublime arte de la elocuencia carente de contenidos, en la sibilina habilidad para disertar tanto sin decir nada? Es cierto que en el mucho hablar no faltará pecado, pero no lo es menos que el mucho callar implica mucha cobardía. Como usted bien sabe, en el principio era la palabra, verdadero carné de identidad del género humano, por mucho que protesten los loros y los artistas del tocomocho.

Pero vayamos al intríngulis de la cuestión: se trata solamente de que ordene usted habilitar un estrado los domingos en el parque del Retiro a disposición de los predicadores espontáneos. Desde esa peana podrían impartir sus exabruptos todos los charlatanes sin distinción de querencias ni monomanías. De esta forma, las gentes como yo se quedarían satisfechas, realizadas, y los ciudadanos podrían delirar escuchando nuestras ocurrencias y nuestro depurado estilo imprecatorio.

He hablado de estas cosas con otros compañeros del gremio. Si usted accede a nuestras peticiones, todos estamos de acuerdo en confeccionar un primoroso panegírico conjunto poniéndole a usted por las nubes de cara a las próximas elecciones. Pero si no se presta a nuestros ruegos, sepa que también podemos hundirle con grandilocuencia digna de mejor causa.

¿Hasta cuándo, olí Catilina, vas a poner a prueba nuestra paciencia? ¡Oh, tiempos! ¡Oh, costumbres!

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