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Tribuna:GATOMAQUIAS
Tribuna
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Dulzuras de la Corte

Una sabia tradición popular, hoy en retroceso, endulza el calendario y ofrece exquisitas y peculiares labores de confitería al compás de ciertas fiestas de guardar. Las pastelerías madrileñas iniciaban, inician algunas todavía, la escarpada cuesta de noviembre con los ligeros buñuelos de viento, lastrados para que no se echen a volar con rellenos de nata, crema, chocolate o cabello de ángel, que no es sino calabaza hilada, humilde cucurbitácea ennoblecida una vez más por la varita mágica del hada madrina. A los primeros días de este mes le corresponden también los "huesos de santo", necrófilas delicias de dulcísima médula que no hay que confundir con los "huesos de San Expedito", que duran todo el año y son rosquillas desenroscadas. con forma de huso. El santoral se humaniza en los obradores de las pastelerías de donde salen pastas de San Antón y rosquillas de San Isidro o de Santa Clara, pasteles de gloria, monas de Pascua o tocino de cielo.Los dulces de estación parecen más sabrosos precisamente porque sólo se pueden degustar a fecha fija. Marca la tradición, por ejemplo, que no se coma turrón fuera de la Navidad, que es la época que produce la mejor cosecha estacional de especialidades confiteras. Este de la confitería es un mundo en el que también existen especies en vías de extinción, aunque todavía no se hayan enterado los ecologistas y no exista una sweetpeace dedicada a preservar la precaria existencia de las anguilas de mazapán, que a mediados de diciembre desembocaban en los escaparates estuarios de las pastelerías, enrolladas en sus primorosas cajas circulares que más tarde servirían para guardar utensilios de costura. Las anguilas, doradas y adornadas por finos dibujos de manga pastelera, tenían como única parte no comestible sus brillantes y redondos ojos de vidrio. El autor de estas líneas, nacido y criado entre las paredes de una pastelería madrileña de la calle del Pez, se asomó más de una vez con reverencial temor al banco de ojos y se sintió observado por sus inmóviles pupilas. La reverencia era obligada, las anguilas eran el único fruto prohibido al que no tenía acceso en aquel paraíso infantil, mimadas y carísimas criaturas de mirada hostil y disuasoria. Mi afán predatorio había de conformarse con la azucarada y mínima fauna de las figuritas de mazapán y con algunas sorpresas de cristal de los roscones de Reyes: ciervos de delicadísimas extrémidades, osos, canes e incluso elefantes que nunca duraban demasiado entre mis torpes manos, de tal forma que cada nuevo año debía renovar mi parque zoológico poblado de animales mutilados.

Hoy, la artesanía confitera retrocede ante los productos fabricados y envasados por manos anónimas, texturas y sabores homologados y publicitados hasta el empacho por la televisión. Los niños devoran entusiasmados pastelillos sucedáneos, elaborados con grasas comestibles, aromas artificiales, colorantes, estabilizantes y acompañados de pegatinas fluorescentes, cromos o pins coleccionables. Hoy, los artesanos confiteros, quizás como venganza ante el olvido que padecen, cotizan sus labores navideñas, sus turones, por ejemplo, a precio de oro, como un bien escaso y codiciable.

Los obradores de las antiguas pastelerías, talleres de perecedera y sabrosa orfebrería, van desapareciendo con la mecanización y la tecnología, pero aún quedan establecimientos tradicionales perdidos entre las calles e Madrid que viven su apogeo cada Navidad. Ante las puertas de alguno de ellos he visto esos días colas más largas que las de Jesús de Medinaceli, nutridas filas de fieles devotos de los antiguos sabores dispuestos a celebrar sus ágapes navideños rindiendo culto a la almendra y a la miel como es preceptivo.

Aún quedan artesanos en los obradores y, detrás de los mostradores, artistas de la paquetería capaces de embutir, sin riesgo de espachurramiento, dos docenas de bocaditos de nata en una pequeña bandeja de cartón para culminar su obra con una artística y vertiginosa lazada dibujada en el aire. Aunque no es un sistema infalible, puede el profano en la materia guiarse para detectar estos templos de la alta confitería por la conservación de sus fachadas tradicionales y por el surtido, expuesto limpiamente a la vista, de sus escaparates, sin envases sospechosos, sin trampas ni cartones, como joyas que nadie adquiriría dentro de un envoltorio, gemas fungibles y relucientes, glaseadas o espolvoreadas con el toque del maestro artesano.

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