Azafatas
El otro día hice el vuelo a Madrid en una de estas compañías que han bajado precios. Ningún problema. Sin embargo, observé novedades. Para los grandes viajeros tal vez no lo sean, pero he de advertir rápidamente que yo no he visto mucho mundo. La novedad tiene un cimiento: estoy acostumbrado a volar en aviones con tabiques, aquí los señores pasajeros, allí la tripulación. Nunca he sabido con precisión lo que ocurre al otro lado. Es más: cuando un azar me ha permitido entrever el cubículo donde un par de hombres deciden mi destino, siempre he sentido la mezcla descrita terror y seduccion que inspiran los abismos. Y he acabado apartando la cara. Del otro lado del tabique llegaban sonidos exactos, músicas y mensajes tranquilizadores... Así era: una serena perfección cuyo origen nos estaba velado.Pero el otro día atravesé el espejo. Y descubrí cosas que un hombre no debiera descubrir nunca. Vi en la cara de la azafata los resultados del titánico esfuerzo que cabe hacer para cerrar el portón del pájaro (y yo que creía que bastaba con pulsar un botón para dejarlo hermético y sellado). La vi más tarde con un cuadernillo escolar en el regazo, de donde iba leyendo: "..el respaldo en posición vertical..." (ver ese cuadernillo me inspiró una sensación de precariedad casi obscena). Comprobé incluso que no viajan tantas azafatas como yo pensaba: sólo es que se cambian de ropa según la hora y función- Tenerlas tan abusivamente cerca me llevó hacia una reflexión melancólica: ya no hay azafatas como aquéllas. Veías, en otro tiempo, cómo se deslizaban fugazmente y prendido a su perfume pensabas, seducido: "Adónde irá, adónde irá luego". El otro día pensé que el marido -alguien como yo- y una tortilla de patatas la esperaban en casa: ése era el perfume. El avión y su misterio se humanizan. Pero el resultado final es incierto: ahora paso más miedo que antes.
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