Siempre el mismo
Al regresar de sus breves vacaciones políticas, Felipe González prometió un cambio de estilo, aunque, de momento, no cabe advertirlo por parte alguna. Sus primeros pasos, desde finales de agosto, más bien recuerdan aquella empresa de Saavedra Fajardo titulada Siempre el mismo en que el león contempla la imagen duplicada al romperse el espejo frente al que se encuentra. El titular del poder, escribía aquel teórico del absolutismo, "espejo es público en quien se mira el mundo". "Por tanto", añadía, "o ya sea que le mantenga entero la fortuna próspera, o ya que le rompa la adversa, siempre en él se ha de ver un mismo semblante". Así que, quebrado el espejo político por los golpes de la corrupción, lo que ha hecho González es adaptarse a la situación para proyectar, en más medios y desde diferentes lugares, la misma imagen de seguridad.Desde los baños de multitud en Paraguay, foro para mostrar su experiencia política, la entrevista de apertura del curso en este diario, o en las múltiples ocasiones que le brinda la televisión, González no ha cambiado nada. Simplemente, protagoniza una campaña más de imagen, especialmente intensa, orientada a presentar a un líder sereno, a un hombre de Estado capaz de sobreponerse a todas las adversidades, que proyecta la sombra de su estatura política sobre la pequeñez de su oponente. El desastre de las europeas tuvo que ser, tiene que ser, un simple accidente que no afecta a la supervivencia de su jefatura, imprescindible para el país.
Ahora bien, como todo el mundo sabe, la clave de esta supervivencia política reside en el pacto con los nacionalistas catalanes y vascos. Y no es algo que pueda ser despachado con una sentencia tajante, ya que por el momento presenta las características de un proceso aún abierto, con elementos importantes por definir y dos caras de signo opuesto. La positiva, para González, reside en la intensidad con que los líderes de CiU y PNV han asumido su papel de colaboradores en el cerco político al cual, en gran medida por sus propios errores, se ha visto arrastrado el vencedor aparente de las elecciones europeas. De este modo rompe González, a su vez, con éxito el asedio a que estaba sometido por la opinión pública tras el rosario de casos de corrupción. González no ha tenido que moverse, imperturbable en su aparente dedicación a la única tarea de gobernar el país y sacarle de la crisis, mientras el atacante Aznar, incapaz de herir efectivamente al adversario, se encontró cada vez más atrapado en su propia malla, recibiendo un puntazo tras otro por cada crítica lanzada contra la colaboración catalanista (desde CiU) o contra la reinserción (desde el PNV). Se transmite así a la opinión pública el mensaje que más puede dañar al PP: votarle abre la puerta de la inseguridad política, ya que está en pésimas condiciones para lograr una coalición de apoyo como la que hoy sostiene el PSOE.La otra cara de la moneda consiste en la ola de impopularidad que acompaña a la colaboración catalanista. Sobre el tema, Ignacio Sotelo ha proporcionado recientemente en estas mismas páginas unos argumentos explicativos que me limito a suscribir. Parece claro que se ha elegido para tal colaboración la línea de maximización de resultados y reducción al mínimo de costes preferida por el presidente Pujol: una sucesión de acuerdos puntuales, en el marco de una estrategia no formalizada de colaboración. No hay duda alguna de que, para el socio externo, ese tipo de alianza es sumanente ventajoso, puesto que elimina todo riesgo derivado de la responsabilidad de gobierno y hace posible intervenir con fuerza en los asuntos cruciales o que de modo más directo afectan a las propias preferencias. Lo malo es que hacia el exterior se crea la imagen de una intervención sometida exclusivamente al sistema de intereses de la Generalitat: cada medida gubernamental que favorezca económicamente a Cataluña será vista como el precio fraudulento a pagar por el apoyo al Gobierno de González. Disminuyen de este modo las ventajas que para éste revestía una situación en la cual podía mantener posiciones aparentemente progresistas en el plano doctrinal, de las que se vería obligado a abdicar en la práctica por exigencia de los pactos con unos socios más conservadores.
El problema, pues, no está en la alianza de González con Pujol, sino en la forma (o mejor, en la ausencia de forma) asumida por este acuerdo político. Hay que decir que el recurso a los apoyos externos de este tipo viene siendo la excepción, y no la regla, en los regímenes democráticos. Eso sí, suelen ser muy del gusto de los partidos comunistas, respondiendo a una lógica del poder que no siempre coincide con la de la democracia representativa, ya que un principio de ésta es que el elector pueda juzgar la acción de gobierno (o de oposición) desarrollada por el partido de sus preferencias. Y mal puede hacerlo cuando ese partido queda en un difuso segundo plano, como ocurre, por ejemplo, con Izquierda Unida en la Comunidad de Madrid. No es una cuestión de ansia de poder; si hay puntos de coincidencia suficientes para prestar un apoyo continuado durante una legislatura, y no existe un desequilibrio brutal de fuerzas que haría de la participación algo marginal, lo pertinente es integrarse en un Gobierno de coalición. No hacerlo es contribuir a algo indeseable: la falta de transparencia en la vida política. Tal es el defecto evidente en la actual convergencia entre PSOE y CiU.
Si los programas de ambos partidos resultan compatibles, los electores tienen derecho a saberlo, para luego actuar en consecuencia. De otro modo, sobran declaraciones de González sobre su intención de gobernar en socialdemócrata. El desfase entre las palabras y los hechos quedará claro ante la opinión y quizá no desgaste a González ni a Pujol en el terreno electoral, pero puede producir algo mucho más grave: un deterioro en las relaciones entre Cataluña y el resto de España, con una posible deriva hacia el incremento de las reacciones xenófobas e írracionales. Flaco resultado si pensamos en que la situación actual, bien llevada, podría suponer un paso decisivo en la incorporación de los nacionalismos conservadores de Cataluña y Euskadi en la política estatal, solucionando así uno de los factores principales de estrangulamiento en nuestra historia política reciente.Pero, conociendo a Felipe González, como ya vamos teniendo tiempo de conocerle por el discurrir de los años, no cabe pensar que unas consideraciones generales sobre el cambio histórico en España vayan a imponerse en su mente al objetivo de aplicar todos los recursos, aquí y ahora, a apuntalar la propia posición tras la tormenta de la primavera. Como alguien ha hecho notar, su proyecto político de futuro va cobrando un sesgo vitalicio, de cara al nuevo milenio. Para ello seguirá combinando la simulación y el eslogan publicitario, el llamamiento a la acción y la exigencia de olvido.Es lo que ahora corresponde al tema corrupción, llegando a lamentar que la judicatura tarde tanto en aclarar el caso Filesa, como si él no estuviera en condiciones de arrojar en poco tiempo toda la luz necesaria sobre el asunto. Sería de aplicación al respecto la advertencia hecha por otro escritor político de nuestro barroco, Pedro Mártir Rizo: "Los pueblos viven pacíficamente cuando no les roban sus bienes, apremiándoles con violencia, con tiranía, y no ven que la justicia se parece a las telas de araña, que sólo se enredan y quedan presas en ellas los animales pequeños, y cualquiera más grande las rompe y deshace, sin que haya estorbo que le suspenda". Y en la España del fin de siglo, ese malestar no se traduce en alteraciones y revueltas, sino en algo menos dañino y más concreto: la pérdida de confianza electoral.
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