La fragua de Camacho
En su yunque de mármol, blanco con vetas azules, José Antonio Camacho está forjando un Español de acero. Sus éxitos no son una sorpresa; en su corta carrera de entrenador se ha especializado en trabajos a la medida, y en apenas cuatro años ha logrado reunir un currículum excepcional. Sus poderes son abrumadores: recibe equipos en Segunda División y los devuelve en Primera; recupera a enfermos crónicos en nueve meses; entra a saco en la UVI y la convierte en un campamento militar; aplica eficaces tratamientos de choque a los moribundos del campeonato y, en resumen, se maneja como un mariscal de campo en las situaciones de crisis.Hay una tradición según la cual todo buen jugador suele desembocar en un entrenador mediocre. Refleja sólo una parte de la verdad. Es cierto que los banquillos del llamado cuerpo técnico están llenos de seres escépticos y solitarios que rumian sus irrepetibles glorias personales y creen únicamente en su propio pasado. Todos ellos viven atrapados en la melancolía como una mosca en una telaraña.Algunos, sin embargo, logran escapar. José Antonio es uno de ellos. Su energía está fundamentada, por supuesto, en la primera clave de su carrera: con ocasión de una triple rotura de ligamentos lloró sobre su rodilla durante dos años, pero, centímetro a centímetro, grado a grado, al fin consiguió doblarla. Luego se pasó la vida cosiéndose cejas y pómulos que le sangraban con cualquier pretexto, bordando la banda izquierda con sus punzones de aluminio, y persiguiendo a Cruyff, Maradona, Littbarski y otros ilustres fantasmas de púrpura. A veces conseguía atraparlos, y entonces llegaba al sentimiento que ahora hace de él uno de los más interesantes entrenadores del fútbol español.
Está convencido de que, cuando se es un tipo de una pieza, el espíritu de sacrificio equivale definitivamente a una dosis de calidad.
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