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Los muertos y el tráfico

Juan José Millás

Volvía de comer con unos amigos, cuando en la avenida de la Hispanidad vimos el taxista y yo un grupo de guardias civiles intentando ordenar el tráfico. "Ahí ha pasado algo", pensé.-Ahí ha pasado algo-dijoel taxista.

Unos metros más allá, había junto a la acera un bulto envuelto en papel de aluminio. Para ser un bocadillo de mortadelo, era muy grande, pero para ser un cadáver resultaba pequeño. Creo que eso es lo que impresionaba de él: que aun sabiendo que se trataba de un cadáver, la primera imagen que te viniera a la cabeza fuera la de un bocadillo de mortadela.

-Parece un bocadillo de mortadela -señaló el taxista.

-Vaya más despacio, por favor.

De pie, junto al bulto, había un guardia civil muy joven haciendo señas a los conductores para que se separaran un poco, no fueran a pisarle el bocadillo. Todos los ocupantes de los vehículos, sin excepción, asomaban la cabeza con una mirada de avaricia: contemplaban esa muerte como si fuera un anticipo de la propia. La policía hacía gestos a los conductores para que no se detuvieran. "Parece que lo único importante es que no se interrumpa el tráfico", pensé.

-Qué vida, lo único que importa es que no se interrumpa el tráfico -apuntó el taxista como un eco.

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Junto al cadáver había una chaqueta arrugada, y un zapato negro con la puntera cuadrada: parecía un ataúd pequeño.

-Fíjese en el zapato, parece un ataúd -señaló el taxista.

En esto, un guardia civil se acercó a nuestro automóvil para indicarnos que aceleráramos. Enseguida, entramos en una zona de normalidad, pero yo me sentí mal, como si hubiera dejado de hacer algo que, en conciencia, tendría que haber hecho, aunque no sabía qué era. Pensé que si hubiera sido creyente, habría inusitado una oración, y si hubiera sido fotógrafo, le habría sacado una foto.

-Yo tendría que llevar una máquina de fotos en el coche -dijo el taxista-, porque estando todo el día en la calle siempre ves algo raro. Un compañero mío que se acaba de jubilar llevaba siempre una cámara, y ahora va a hacer una exposición en el centro de la tercera edad del barrio con todas las fotografías que ha sacado a lo largo de su vida. A los muertos, antes, los tapaban con una manta.

-La manta es más caliente -dije yo.

-Me lo ha quitado de la punta de la lengua, es lo que le iba a decir ahora mismo, que el papel de aluminio será muy higiénico, pero resulta frío, ¿no?

Yo continuaba con un malestar difuso; estaba por decirle al taxista que diera la vuelta para pasar otra vez junto al cadáver y rezarle una oración, aunque se tratara de una oración atea. Pero me daba vergüenza, qué iba a pensar de mí.

-¿Quiere usted que demos la vuelta? -preguntó.

¿Para qué vamos a dar la vuelta? -gruñí francamente molesto ya por esta invasión continua de mi intimidad.

-Para rezar una oración -dijo-; no soy creyente, pero me da no sé qué pasar junto A un muerto de ese modo.

-Bueno -concedí, pero al ver lo que marcaba el taxímetro tuve un pensamiento ruin que intenté tapar tarareando mentalmente una canción, para que el taxista no lo oyera. De todos modos, debió de oírlo, porque en ese momento estiró el brazo y lo desconectó. Entonces me sentí muy mezquino, y me puse a llorar justo cuando pasábamos junto al fiambre. Esa noche dormí de un tirón, como si se hubiera diluido en el llanto un nudo antiguo que entre el taxista y el muerto habían logrado desatar.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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