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Occidente y el 'complejo' de Rusia

No creo ni en la predestinación fatal del conflicto de civilizaciones ni en la inevitabilidad del enfrentamiento Norte-Sur. El origen de la inmensa mayoría de las crisis del mundo moderno reside en los propios Estados, no en las relaciones entre Estados.En la actualidad, la comunidad internacional tiene que vérselas con una situación en la que los Estados están a un lado de la barricada, y los problemas a los que se enfrentan -las revueltas étnicas y regionales-, al otro. Para mí, ése es el mayor incentivo para un aumento de la interacción y la cooperación a través de las fronteras. Esa es la realidad que Occidente debe tener presente al elaborar su política con respecto a Rusia a lo largo de las próximas décadas, porque la forma en que otros Estados traten a Rusia puede alimentar o enfriar las emociones de nuestra aún inestable vida política nacional.

Esta cooperación debe producirse en un mundo verdaderamente multipolar en el que los factores económicos han asumido el primer plano desplazando a los militares. Está claro que han surgido diferentes motores de desarrollo mundial basados en asociaciones de integración para apuntalar la nueva estructura del orden mundial: la Unión Europea, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la revitalizada Asociación de Naciones del Sureste Asiático. Creo que si triunfa en Rusia nuestra vía democrática, la Comunidad de Estados Independientes (CEI), en la que están surgiendo de nuevo los vínculos de cooperación, también desempeñará un papel significativo.

Aunque proporciona una estructura, la formación de un mundo multipolar no es en sí una garantía de estabilidad y seguridad internacional ni de crecimiento económico. Las rivalidades étnicas y regionales, así como el nacionalismo agresivo, amenazan con hacer retroceder al mundo a una nueva era de disuasión mutua e incluso a un sistema de alianzas hostiles como las que precedieron a la I Guerra Mundial. Los acontecimientos en la ex Yugoslavia y en una serie de puntos calientes en toda la ex Unión Soviética indican la clase de abismo bárbaro al que podemos vernos arrastrados cuando la intolerancia étnica se eleva al rango de política de Estado.

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Aunque Rusia ha pasado el punto de no retorno al totalitarismo comunista, las cuestiones fundamentales de su futuro y de su papel en el mundo siguen sin estar resueltas. El programa re formista presentado por Borí Yeltsin sigue estando amenaza do, no por los antiguos comunistas, sino por fuerzas que funcionan con lemas nacionalistas y a veces neofascistas. Estas fuerzas prosperan gracias a un complejo de humillación nacional desarrollado como consecuencia de la caída del comunismo y la desintegración de la URSS.

Hasta hace poco, la lucha entre las opciones democrática e imperial en la política rusa tomaba la forma de un enfrentamiento abierto entre el presidente, elegido directamente por el pueblo, y el Parlamento de la era soviética. Este enfrentamiento llevó al trágico desenlace de octubre de 1993, cuando los líderes del antiguo Sóviet Supremo provocaron incidentes sangrientos en Moscú.

La situación ha cambiado radicalmente desde diciembre de 1993. En Rusia se ha adoptado una Constitución que sirvió como base para la elección de un nuevo Parlamento. Una vez sentados los cimientos del Estado democrático, la firma del pacto civil entre los principales grupos políticos y sociales en mayo de 1994 ha creado el entorno necesario para el desarrollo no violento del país.

Pero la propia creación de esos cimientos democráticos ha creado también nuevas condiciones para la elaboración de la política exterior rusa. Los demócratas rusos perderían el derecho a llamarse demócratas si actuaran pasando por alto a la opinión pública, el árbitro decisivo de la vida democrática.

El actual debate entre los defensores de las opciones democrática e imperial se está llevando a cabo precisamente con vistas a los sentimientos y la razón del público en general. De hecho, esa lucha constituye el principal rasgo característico de la actual fase del desarrollo de Rusia. Nuestra situación actual es diferente a todo aquello a lo que Occidente estaba acostumbrado en las anteriores décadas en sus relaciones con nosotros. Por primera vez, la política de los reformistas rusos y la de sus amigos en el extranjero se debe elaborar prestando la debida consideración a la forma en que se percibe esa política en el interior de Rusia. El cometido de los demócratas rusos es convencer a la opinión pública de que solo se pueden lograr los intereses nacionales en el marco de una política exterior democrática y abierta, de que una gran Rusia es la Rusia de Sajarov y no la Rusia de Zirinovski.

Si Occidente está dispuesto a ayudamos a resolver este problema, debería diseñar su política hacia Rusia de forma que evitara alimentar el complejo nacional de humillación. Eso se puede conseguir dejando claro ante la opinión pública que el mundo necesita a Rusia, y que Occidente en particular mira a Rusia como un socio fuerte que ocupa su puesto merecido en la familia de Estados libres y democráticos basados en el imperio de la ley, y no como el enfermo de Europa y Asia que debe ser considerado con suspicacia. Una política que acomode la legítima aspiración de Rusia a ser un pilar democrático del orden mundial es la mejor contribución que Occidente puede realizar a la estabilidad en el interior de Rusia. Es la mejor forma de cortar el paso al resurgir del imperialismo ruso.

Si, por el contrario, Occidente trata de aislarnos con nuevos telones de acero y cordones sanitarios -incluidos bloqueos económicos-, hará que renazca el antiguo alejamiento y abonará el terreno para el extremismo nacionalista e imperial. Por eso hoy debemos insistir en que cualquier colaboración con Rusia sólo puede estar caracterizada por la igualdad y no por el paternalismo, como si Rusia no fuera más que un perdedor histórico al que hay que enseñar a dar sus primeros pasos.

Este texto es un extracto de The Post Cold War Order: Views of the World's Political Power Elite, dirigida por Keith Philip Lepor.Copyright 1994, Keith Philip Lepor. Distribuido por Los Angeles Times Syndicate.

Andréi Kozirev es ministro ruso de Asuntos Exteriores.

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