Tiranía juvenil
Las personas solitarias pasamos las vacaciones como podemos, contemplando a veces con envidia el afectuoso concilio familiar de quienes comparten más horas diarias que el resto del año lejos de la ciudad. Poco misericorde ha sido este verano con los españoles, con los madrileños en especial, castigados por el clima, que aquí se instaló como un turista exigente y antipático.Es posible que personas de avanzada edad recuerden estos paréntesis como el merecido descanso de los adultos laboriosos, el fortalecimiento de los lazos consanguíneos y la complacida recompensa de estar un par de semanas o tres con la guardia bajada y los problemas congelados hasta la vuelta. Visión idílica, a todas luces hipotética y a menudo falsa. Quizá han planeado -como cada año- un veraneo feliz, relajado, íntimo, tolerante y compensador de las fatigas del pasado.
¡Y un jamón con chorreras!, que decían los antiguos, o sea, nosotros mismos cuando fuimos jóvenes. Por lo que he podido observar en un par de breves invitaciones amistosas o familiares, los idílicos proyectos, henchidos de comprensión y benevolencia, son mera retórica engañosa. Los hijos de hoy, rebasada la frontera de los 14 años y con frecuencia antes, lo que de verdad desean es perder de vista a los progenitores, por permisivos y modernos que intentan aparentar; salvo, naturalmente, a las horas de las comidas y de exigir las dos o tres mil pelas cada noche, o al menos las festivas, vísperas y conmemoraciones locales. El resto del tiempo -tómese como benévola generalización- lo pasan durmiendo o jugando a las cartas, en espera de la tardía diversión nocturna. Niñas y niños de este jaez siempre los hubo, como referencia y rareza.
Preciso, con toda consideración y respeto, que no me refiero a parientes valetudinarios, sino a los de treinta y cinco, cuarenta años, que hasta no hace mucho era la plenitud de la vida. Como cuando se habla de la fortuna; los ricos son cada vez más ricos y los chicos más precoces y exigentes; los pobres, más desharrapados y los padres más proscritos del ocio y el relajo.
En la ciudad, en los pueblos serranos, en las playas, por no sé qué mecanismos, impulsos, conveniencias mercantiles o modas interesadas, la actividad lúdica juvenil se inicia muy pasada la medianoche, con un impaciente precalentamiento tras la cena. Me comentan que algunos muchachos veteranos -¡qué paradoja!- echan una siesta y acordan el despertador a las dos de la mañana, para encontrarse en forma, sin avisos ni prevenciones y el tácito acuerdo de no perturbar ruidosamente el descanso de estos gladiadores de la madrugada.
Impensable la compañía progenitora; no está bien visto. Así, parejas a quienes aún les pide el cuerpo baile y ajetreo han de limitarse -las muy conservadoras y estrechas- a una discreta escolta hasta la bolera o la discoteca. De hecho, se llega a cierto tipo de acuerdos y citas para recoger y transportar a la prole. No falta algún concierto de jazz, que ya era viejo en la todavía cercana mocedad, hasta esa hora H preconcebida. La alternativa es añadir un suplemento para el taxi, pues la mayoría de los locales de moda siempre están lejos y los menores deben evitar el riesgo mortal del ciclomotor, como automoción. Queda la aprensión sofocada hasta que los retoños vuelven al hogar.
Aunque sea irreprimible la congoja, es cierto que los chavales son bastantes competentes para guardarse a sí mismos y la estadística negativa constituye la excepción, de lo que cabe congratularse. Cuanto hemos visto o intuido lleva a la consideración de que los menores imponen su ley, su capricho, dejando muy poco margen a las maniobras coercitivas o contrariantes. Una tiranía a la que sólo cabe oponer la plegaria de que los hijos lleguen al menos salvos.
Salvos y probablemente sordos, dado el inhumano volumen que parece imprescindible en los lugares de agitación convulsiva. No es casual, ni mucho menos, el fragor estereofónico, ni las ráfagas cegadoras de luces intermitentes. Me dicen al oído que los fulgores y el estrépito son las puertas subliminares para encontrar alivio en las drogas, trasfondo reservado, negocio negro de los traficantes.
Antes, el adolescente quería ser como los mayores, recorriendo un ciclo natural. Hoy -esa difusa impresión tengo-, los adultos no se atreven a confesar si querrían, de poder, cambiarse por los insólitos descendientes. O sea, a cada cual lo que no es suyo.
Eugenio Suárez es escritor.
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