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Pasen y vean

Andrés Trapiello

El principal error de Antonio Muñoz Molina, en todo ese asunto Beuys, no reside, como han dicho algunos, en que no le gustaran las obras de ese artista. Ni siquiera en que haya defendido su derecho a disentir o a señalar con el dedo a los sacristanes del arte moderno. El principal error de Muñoz Molina ha sido ir a ver la exposición de Beuys y, sobre todo, contarla, contárnosla en el periódico. Y no ya porque su crónica no estuviera dictada por la sensatez, que lo estaba, como por la naturaleza de ese fenómeno, que es como en las ferias se le llama al monstruo de la caseta, a la extravagante y desgraciada criatura, postrada ante las miradas de las gentes que pagan contentos por ver y poder contar luego que han visto a la mujer barbuda, a la mujer serpiente. Ése es, le parece a uno, un error. Otro, tampoco pequeño, considerar que si no se ve esa exposición no somos lo bastante hombres de nuestro tiempo.Resulta evidente que cierto arte moderno (cierto, porque modernos son sobre todo Solana, Picasso, Morandi, Bonnard o Gaya, por poner ejemplos) no persigue tanto el descubrimiento de un sentimiento o la iluminación de las zonas más oscuras del alma, como el escándalo. Así viene siendo desde Duchamp, desde aquel urinario que la pedantería moderna ha querido colgar en los museos, en las historias del arte, en la vida, al lado de las pinturas de Velázquez o de otras más modestas de tantos verdaderos, pequeños, honestos pintores que han laborado su pequeña verdad.

Parece que hasta 1905, más o menos, con la organización de las vanguardias y del bolchevismo (Paz los equiparaba, al fin, hace unos días) al arte le preocupaba decir cosas. Desde entonces a muchos artistas, sin nada que decir, les empezó a interesar únicamente la voz con la que se iban a decir las cosas que no tenían que decir. O mejor, más que la voz, el timbre, el color con que iban a decirlas, aunque ni siquiera se les hubiera ocurrido decirlas.

Fue un momento emocionante: empezaron a valorarse los cuadros en blanco y los pedruscos a los que se llamó escultura, las salas de concierto se llenaron de ruidos y la literatura se hizo ininteligible.

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Es verdad que seguía hablándose de la voz, pero ya decimos que se hacía sobre todo del timbre, que los artistas batían y bruñían como pobres menestrales. De ahí a valorar únicamente el grito sólo había y hay un paso.

Desde entonces son muchos los artistas a los que preocupa sobre todo gritar más que el vecino, o lo que es lo mismo, ser más originales e imprimir a sus respectivos gritos timbres de más o menos artísticos efectos. Como en las ferias, muchos pugnan, desgañitándose, para atraer a sus casetas un mayor número de parroquianos, de feligreses, y lo hacen en grupo porque no se ha visto aún ninguna feria con una sola atracción.

Parece ser que una de las obras maestras que Beuys legó a la humanidad fue el único viaje que éste hizo a Nueva York. Durante su estancia en Estados Unidos permaneció encerrado en la habitación de un hotel con un coyote por toda compañía. Eso lo hemos leído ahora, cuando el nombre de ese artista del espectáculo se repite en nuestros periódicos. La historia resulta tan ridícula, pero, sobre todo, tan triste, inverosímil y pedante, que uno no tiene más remedio que creérsela. Ésa era la obra de arte: ir y no salir. O sea: un nuevo grito, pero de silencio, de vacío. Lo del coyote sería algo así como el estilo, como la pincelada, lo que en la jerga de la pintura se conoce como color local.

Es natural que algunos se paren, en medio del guirigay, a preguntarles a los gritos no ya por las voces, o por el volumen, o la calidad de su timbre, sino por lo que quieren decir.

Se trata de una pregunta legítima y honesta, desde luego, pero yo creo que un poco ingenua, sobre todo cuando se hace en público, pues la naturaleza de ese grito no es ya que se le entienda, sino encontrar un eco. Nada más. Es sólo un grito: un grito sin necesidad, sin función, sin finalidad, pero con una fantasía: la de fecundarse, la de prolongarse en un eco. Hasta como grito es estéril. Es el sueño del eunuco. Todos los que hace 90 años querían quemar los museos han entrado en ellos (desplazando a otros, se supone). En cuanto a la moraleja sobre el bolchevismo, pasémosla por alto.

El eco se produce cuando alguien acoge y repite el grito. Da igual que sea en forma de presenta, de protesta, de entusiasmo, de negación o afirmación. Si gritasen los dos tomos de El Quijote a unas montañas, el eco nos respondería sólo la palabra "fin" que figura al término del segundo. Cierto arte moderno, ante de los atajos, evita así los dos tomos de todo lo que emprende y empieza siempre por la palabra fin.

De ahí que suelan ser la mayor parte de los artistas modernos los seres más mezquinamente aduladores del público: necesitan de él, de su eco, para ser, para existir; de ese mismo público, al que a veces engañan haciéndole creer que le insultan y maltratan, no siendo tales insultos, maltratos y vejámenes como los de Duchamp y los de su congregación, sino vulgares señuelos, espejitos de pacotilla en los que cae el público, esos fieles, entontecidos por un brillo al que se aferran como estúpidos calamares.

Lo lógico es que ahora estuviéramos hablando de Picasso, de Morandi, de Solana, de Gaya, de Bonnard. Pero lo estamos haciendo de un fenómeno de feria, o de sus taquilleras, tal vez porque la fantasía de los tiempos quiere ver más arte en los ecos que en los gritos, y en los gritos que en las voces.

Hace unos días, Fernando Savater se refería (Los intelectuales y la afición, EL PAÍS, 25 de julio) a la clase de intelectuales-iluminados. El retrato robot que Savater hacía de ellos no sólo era divertido, sino muy exacto: al tiempo que hablan de cuestionar al poder, aconsejan someterse a chusqueros como Beuys, "porque ya está en todas las enciclopedias". Eso tiene que ser un alarde cómico, porque si no resultaría como dejar de creer en Dios para creer en la Macarena, o la vieja cuestión: Duchamp tiene derecho a pintarle bigotes a la Monalisa, pero ay de aquel a quien se le ocurra pintarle bigotes a Duchamp.

Este nuestro es un siglo en el que, más que en ningún otro, la soledad se valora como la primera condición de un intelectual. Nadie tan aristócrata, viene a decírsenos, como el solitario. Beuys mismo proclama hasta la saciedad que era un solitario, como lo hacen ahora sus sacristanes: en el púlpito de los periódicos, de la televisión, del museo, ante miles de congregantes, incluso en los cursos de verano que se les dedica a sus humildes personas.

Decía Antonio Machado que nada menos íntimo que un, diario íntimo. Nadie menos solitario, podría glosarse, que aquel que presume de solitario.

Pero lo cierto es que llegados a un punto, ni siquiera la soledad tiene importancia. Leemos estos días en el reciente libro (Obra completa, tomo III. Editorial Pre-Textos) del solitario Gaya (un solitario que jamás ha necesitado probarlo para convencernos de que lo ha sido siempre, pues el solitario no necesita público y menos aún adeptos, sectarios o feligreses), leemos, digo, este inamovible y hermoso fragmento: "Para llevar a cabo una obra de creación no se necesita, propiamente, soledad; la soledad es indispensable para conseguir el paso armónico de la vida ordinaria al espacio de la creación; es para ese paso, para ese tránsito difícil, para lo que necesitamos estar solos; después, la obra misma, la creación misma puede muy bien realizarse, ella y nosotros, rodeados de gente por todas partes" .

Deberíamos dar cobijo a palabras tan inteligentes como éstas. El solitario no comercia con su soledad, como el verdadero creador no comercia con su obra. Todo lo que sale por un altavoz tiene algo de feria, y en las ferias se miente. Es evidente que cierto arte ha muerto ya de la peor de las muertes: de estreñimiento. Ha sido una muerte ridícula, y sus galenos es lógico que estén furiosos, pero ni siquiera vale la pena volver a ello, "¿Beuys, éste, el otro?". La verdad, habría que responder, no si de qué me hablan. No los conozco. Y sin pensar, sin curiosidad sin remordimiento ni superioridad pasar de largo frente a esa caseta de feria donde alguien grita siempre como un energúmeno: "Pasen y vean".

es escritor.

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