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Rehabilitar

La Iglesia de Inglaterra ha decidido poner el nombre de Oscar Wilde en una de las vidrieras de la abadía de Westminster, en el lugar conocido como el Rincón de los Poetas, junto a los más destacados escritores de la lengua inglesa. Esta rehabilitación de facto se producirá con ocasión del centenario del estreno de La importancia de llamarse Ernesto, que se cumple dentro de unos meses, en febrero de 1995. El año próximo se conmemorarán también los 100 del proceso de Wilde, que concluyó con su condena por delitos de gross indecency a dos años de trabajos forzados y con la venta y confiscación de todos sus bienes, hasta de sus derechos de autor. Una muerte civil en la práctica, que llevó a Wilde al exilio y, poco después, a su fin.Casi a la vez que se producía la decisión eclesiástica, el ministro del Interior británico, el conservador Michael Howard, se oponía a la petición de revisar esa condena. Según el ministro, "no hay razones para suponer que O. W. no fuera juzgado adecuadamente y sentenciado de acuerdo con la ley y prácticas de su tiempo". Contundentes palabras que admiten pocos matices. Una de dos: o míster Howard es un cínico defensor del orden al precio que sea -el de ayer y el de hoy-, o es un ignorante, porque en el proceso contra Wilde se produjeron hechos absolutamente inadmisibles en cualquier práctica jurídica correcta.

La gran biografía de Richard Ellmann los registra con toda precisión. En efecto, los testigos recibieron cinco libras por semana, uno de ellos fue obsequiado con un traje nuevo y se admitió el testimonio de conocidos chantajistas. Tanto, que el abogado defensor de Wilde, sir Edward Clarke, se vio obligado a proclamar que el juicio parecía "un acto de reparación en beneficio de todos los chantajistas de Londres". Más aún: el fiscal encargado del primer juicio que sufrió Wilde (fueron dos más una querella anterior presentada por él y que se volvió en su contra) llegó a un acuerdo con el abogado del marqués de Queensberry para la exclusión del hijo de éste, el joven lord Alfred Douglas, que era el amante de Wilde, de toda implicación en la causa, como así ocurrió.

La Iglesia de Inglaterra ha demostrado sentido común al honrar a uno de los más grandes escritores en lengua inglesa de todos los tiempos, y el ministro, que podía haber utilizado una estrategia dialéctica menos gruesa, ha recurrido á la más tosca y lamentable. La verdad de lo que ocurrió ahora va a hacer un siglo es que Wilde fue linchado moral y jurídicamente con una furia que hoy sólo puede. suscitar el horror. La opinión pública fue manipulada y puesta en su contra con saña desconocida; un alborozo colectivo acogió el veredicto: hasta las prostitutas bailaban en las calles de Londres, como escribió Yeats; en Estados Unidos se predicaron al menos novecientos sermones contra el escritor entre 1895 y 1900, y en las universidades norteamericanas se vendió por aquellos años un conjunto de fotografías con una tapa escarlata titulada Los pecados de Oscar Wilde.

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Las rehabilitaciones póstumas son actos bivalentes. Si ilustran una voluntad de reconocimiento y de restitución, también es cierto que tienen algo o mucho de aceptación de los valores consagrados, a los que negarse resulta un desatino: tal parece que es lo que ha pretendido la Iglesia inglesa, tal es lo que ha hecho el actual Papa con Galileo. Pueden también incluir un legítimo deseo de que no se reproduzcan las circunstancias que causaron el desafuero, los desafueros, y ésta sería su mejor y acaso única justificación. La rehabilitación de Wilde serviría así como advertencia de que sucesos de esta naturaleza no pueden repetirse; aunque las leyes han cambiado, por fortuna, y el derecho a la propia sexualidad está hoy reconocido por las legislaciones occidentales, el proceso Wilde sigue ilustrando la desigual lucha entre el aparato del Estado y la difícil, imposible resistencia del débil. Wilde cayó porque se enfrentó a un cualificado miembro de la aristocracia británica, esto es del poder profundo. Por eso fue castigado con una saña que no se dio en otros casos lamentables y similares. A lo mejor es esto lo que el eminente tory ha querido recordar con su respuesta.

Un halo irremediablemente elegiaco rodea las rehabilitaciones póstumas, porque a las víctimas nadie las libera del sufrimiento padecido, ni puede restituirles nada de lo perdido, que fue todo. En el caso de los creadores, hay todavía algo peor: nada les devolvemos, pero, en cambio, gozamos de su arte, de modo que la belleza puede actuar al fin como un narcótico de la memoria del sufrimiento. Qué más da, como suscribiría cualquier discípulo de Derrida y otros empeñados en acabar con el poder profundo del arte. El artista se convierte así en un pretexto, en una excusa, y su obra se vuelve un fetiche domeñado, sin más interés que el ornamental. "Mejor la destrucción, el fuego", dijo Luis Cernuda, pero la fórmula poética tiene difícil aplicación en la realidad. Por eso, y mientras nuestro mundo sea el que es, acaso no haya que lamentar la existencia de caballeros como míster Howard, que nos recuerdan con sus palabras cuánta intolerancia, cuánta brutalidad encubierta, cuánto disfrazado dogmatismo siguen habitando entre nosotros.

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