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Canciones para después de unas elecciones

La primavera pasada la política española se hizo pedazos y Jackie Kennedy Onassis murió, privando a los norteamericanos de su símbolo nacional favorito, no la Jackie del ¡Hola! sino la Jackie necesaria para nuestro mito nacional. La confusión política española tiene lugar en un país con una curiosa falta de mitos contemporáneos a los que recurrir. La muerte de Jackie ocurrió en un país que ha llenado completamente el siglo XX con sus mitos: Marlon Brando, Jimmy Dean, Marilyn Monroe, nuestros westerns, nuestro jazz, el desembarco en Normandía durante la II Guerra Mundial y nuestra Jackie.Jackie es nuestra realeza norteamericana, nuestra reina mítica, y puede terminar ocupando un lugar más prominente en nuestra historia nacional que su marido asesinado, Jack Kennedy. ¿Cuál era la verdadera naturaleza de la belleza inconformista? Era una mujer inteligente que se guardaba sus secretos y acumuló pocos enemigos; tenía con la cámara la relación intensa de una actriz; antes de conocer a Kennedy fue reportera gráfica. Sorprendentemente, su vida se cruzó con nuestra historia parricida nacional de los sesenta, cuando los hombres -Jack, su hermano Bobby y el líder negro Martin Luther King- fueron asesinados.

En Nueva York, dondé muchas banderas se pusieron a media asta automáticamente, se sentía una verdadera melancolía por su muerte; gustaba por razones más modestas: se la consideraba una vecina que aguantó tanto los años buenos como los años malos de la ciudad. Se la podía ver casi a diario paseando por Central Park y por Madison Avenue; se hizo editora y alternaba con escritores y publicistas, y era personalmente responsable de salvar la Grand Central Station de la destrucción.

Ahora, el mito. Su madre, de gran ambición social, ocultó que era irlandesa; su padre era un mujeriego borracho, la oveja negra de una familia inmigrante francesa que se arruinó en el crash de 1929. Jackie era una intrusa que se inventó a sí misma, y tenía el empuje y el brío del intruso -en los Estados Unidos en que ella creció los católicos eran intrusos- Como dijo su amigo el escritor George Plimpton, "a Jackie le gustaban los piratas". Bien, Nueva York es una ciudad de piratas, y Jackie, con su inclinación a los irlandeses, griegos y judíos, encajaba bien. Un funeral católico en el que los hombres que rodeaban a Jackie -Maurice Templeton, con quien pasó los últimos 10 años, su yerno y su cuñado- eran judíos y los nietos medio judíos, es difícilmente un funeral wasp, pero es la versión Manhattan de la Norteamérica wasp.

La verdadera genialidad de Jackie fue que se dio cuenta de inmediato, tras el asesinato del presidente Kennedy, cuando Estados Unidos pareció hacerse pedazos, de que eran necesarios el ritual y el mito. Como De Gaulle, que se dio cuenta dé lo que Francia necesitaba tras la humillación de la II Guerra Mundial -él pensó, cuando se conocieron, que eran almas ge melas-, tuvo la idea de entrelazar su destino al de la nación. Insinuar que la canción favorita de Kennedy era Camelot fue un detalle posterior de Jackie que funcionó: la presidencia de Ken nedy se hizo conocida como la era de Camelot. Jackie se convirtió en una tabula rasa en la que se expiaban las necesidades míticas nacionales; el mito se alteró a sí mismo sutilmente con el paso del tiempo para adaptarse a las cambiantes necesidades nacionales.

Cuando las campanas doblaron en Washington al tiempo que la viuda de nuestro presidente asesinado -joven eternamente en la mente del pueblo- era enterrada en el cementerio nacional de Arlington, su segundo marido, Aristóteles Onassis, fue borrado del escenario nacional. El entrometido playboy internacional no tiene ninguna utilidad permanente en nuestra narrativa nacional; no queremos que nos recuerden que Jackie se casó con Ari para escapar de Estados Unidos.

Sin embargo, al estudiar el interminable aluvión de fotografías de Jackie en nuestra prensa, me sorprendió que la que fuera Jacqueline Bouvier Kennedy. Onassis fue no sólo bella, sino verdaderamente femenina, un toque salvaje, un toque sensual y sexy, cuando estaba casada, con Onassis. Mi ojo me dice que no fue sólo el dinero de Onassis lo que atrajo a Jackie, el hombre la atraía obviamente. Pero por qué añadir una nota discordante a nuestra historia de Camelot. ¿Por qué molestamos con. recuerdos de la Jacqueline de principios de los setenta, con el pelo suelto, llevando demasiadas joyas de Ari, un abrigo de mink que rozaba el suelo y, debajo, una blusa transparente sobre pantalones provocativamente cortos?

Los mitos son necesarios porque son maravillosamente adaptables, son la antítesis de la revolución; en nuestra época, nada religiosa, tienen la capacidad, como Jackie comprendió, de estabilizar una nación en tiempos de crisis. Y a diferencia de las revoluciones, tienen un efecto calmante. Cuando una serie de mitos tienen demasiada garra, aparecen quienes los desprestigian, los desmitificadores; con el tiempo, de grado o por fuerza, y producto de este tira y afloja, la historia nacional evoluciona.

Irónicamente, aunque España tradicionalmente ha sido un país en el que el mito y la realidad chocaban con frecuencia- los toros, el flamenco, la guerra civil española-, tras la muerte de Franco, y por razones obvias, se convirtió en una sociedad prácticamente sin mitos ni héroes nacionales. Los intelectuales de mi generación, que alcanzaron la mayoría de edad en la época de Franco, eran claramente antimitos. La península Ibérica pasó bruscamente de Franco a Felipe González, a Almodóvar; de ser la niña bonita de Europa, con una economía boyante, al desempleo y la corrupción actuales.

España ha podido con una dictadura criminal bajo Franco, una euforia económica precipitada bajo Felipe, pero no ha te nido mucha experiencia en supe rar escándalos motivados por la mentira y la mediocridad política. Pero sólo cuando un país se convence de que su historia nacional es más profunda, más va riada y duradera que su burocracia gubernamental temporal es cuando los inevitables malos momentos políticos resultan in capaces de alterar su estabilidad. España, aparte de la presencia inapreciable del rey Juan Carlos, no tiene ni suficientes mitos de apoyo para suavizar su transición ni instituciones cívicas lo suficientemente fuertes como para poder combatir la corrupción del Gobierno. La solución no consiste en tirar al niño por la ventana, y el PSOE ha conseguido mucho, sino en otorgar más poder a la eficacia de los procesos políticos y no equiparar los escándalos individuales a la de función de una nación pode rosa.

Barbara Probst Solomon es escritora y periodista estadounidense.

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