'Huseinías' y teatro popular
Las huseinías disponen a los fieles a la conmemoración del Ashura. Los iraníes aprenden desde niños a identificarse en ellas con las víctimas de Kerbala, a desenvolver los rudimentos de su futura sociabilidad. Los rouda jan o recitadores profesionales desempeñan un papel alternativo o complementario al de los mulás. En una pequeña cofradía de la calle Molavi, sus miembros me invitan a oír el relato de un hombre entrado en años destinado a una treintena de niños. Con Voz pausada, sin efectismo alguno, habla del imam y de Leila, menciona los nombres de Kasem, Zíneb y Alí Akbar. Con los ojos cerrados me creo milagrosamente transportado a alguna de las halcas de auditorio infantil de la plaza de Xema el Fná.En la huseinía de los azeríes, sita en el mismo barrio, el predicador recurre, al contrario, a todos los registros de la retórica para arrastrar al auditorio: recita con voz melodiosa el texto de los apuntes que sostiene en la mano izquierda, canta, eleva la voz, prorrumpe en calculados sollozos, provoca el desborde de la emoción. A mi alrededor, la mayoría de adultos llora. Al evocar el episodio de la muerte de Alí Akbar, los fieles se ponen de pie y se golpean el pecho. Cuando su voz se transforma en grito, el ardor del castigo acrecienta. Los fieles hacen ademanes de dolor, se inclinan al suelo, se mortifican con renovado ímpetu. Frente a mí, un joven con la camisa abierta tiene el pectoral enrojecido en el lugar correspondiente al corazón. Si el rouda jan baja la voz, el ritmo del golpeteo disminuye; si la alza, provoca de nuevo el sincopado eco, el concertado arrebato autopunitivo.
Horas más tarde, en la huseinía Kerbalía, el recitador refiere sin apuntes la amputación de los brazos de Abbás a los fieles; desnudos de cintura para arriba, se asestan violentas palmadas en el pecho. El espectáculo de la multitud de hombres velludos, con pantalones o bombachas negros, castigándose con impavidez suspende el ánimo del forastero. Niños y jóvenes les imitan y mi mirada se detiene en un muchacho de piel blanquísima, con la huella morada de la mano nítidamente dibujada en el tórax. Pero los ritos penitenciales de una de las huseinías de la calle Yaser impresionan aún más: allí, los cofrades se castigan a oscuras, con golpes rítmicos, siguiendo el grito o lamento del rouda jan. Las voces de ya Husein, ya shahid (¡Oh, Husein, oh mártir!) resuenan en la tiniebla como angustiosos jadeos: expiación colectiva de la impotencia del pueblo contra la injusticia de los poderosos, de los modernos émulos de Chemir y Yazid.
Con todo, la emotividad del rouda jan, por elocuente que sea el predicador, no alcanza las cimas del teatro huseiniano del Muharram. Las composiciones dramáticas del taziá o duelo no llevan nombre de autor: son una creación colectiva. Los textos primitivos han sido refundidos a lo largo de los siglos por monitores y actores hasta adaptarlos a los gustos del público. En el teatro religioso iraní no se tiene en cuenta la fidelidad a los originales ni a las convenciones escénicas. Los protagonistas pueden alargar o reducir su papel, cambiar de atuendo a ojos del público e incorporarse inmediatamente después de caer muertos. El monitor se mueve con toda tranquilidad en medio de los intérpretes, los sitúa y redistribuye en el tablado, reparte sus vestidos cuando hay que cambiarlos, sopla a su oído lo que deben decir. La representación, como la de las tragedias griegas, puede durar varias horas, y quienes desempeñan en ella los papeles de justos se expresan cantando mientras Yazid y sus secuaces se limitan a declamar.
Situado al aire libre en plazas, patios de mezquita o huseinías, el sekkú o tablado es visto desde sus cuatro costados y carece, por tanto, de decorados fijos, telones, bambalinas y concha de apuntador. Los personajes femeninos son encarnados por hombres o muchachos sin ademanes afeminados. Como dice Rezvani en su obra clásica sobre el arte y música iranios, las reglas del taziá se hallan en los antípodas del verosímil naturalista europeo: "Caballos o dromedarios, cargados de cofres y marmitas, en circunvalación al tablado, representan la llegada de Husein y los suyos al llano de Kerbala. Un paseo alrededor de aquél simboliza un gran viaje. Un cubo de agua en la escena, junto al que las tropas califales montan guardia impidiendo su acceso a los sitiados, simula el Éufrates. Tras el martirio de Husein, los niños y mujeres maniatados y azotados por los soldados de Chemir dan de nuevo la vuelta al sekkú y ello figura el traslado de los presos a Siria".
Durante la representación, Husein y los suyos permanecen recluidos en un círculo o tienda rudimentaria y no deben abandonarlos, sino para luchar y morir. Un montón de paja trizada alegoriza la arena del desierto y los personajes se frotan el rostro y cabeza con ella en los momentos más trágicos. Los actores, profesionales o aficionados, se compenetran tan hondamente con el drama que a menudo prorrumpen en sollozos y dan rienda suelta a las lágrimas. La emoción, gana asimismo a quienes desempeñan papeles de malos: Yazid, Ibr, Ziad, el siniestro Chemir, amenazan, insultan, maltratan, decapitan al imam y su familia sin poder contener el llanto. "Esto no sorprende ni choca al público", escribe Gobineau, que, "al contrario, al advertir su dolor, se da golpes de pecho, redobla sus gemidos y eleva los brazos al cielo invocando a Dios".
El argumento, conocido de todos los espectadores, es vivido por ellos como parte integrante de su vida. Una fuerza magnética atrae al público al taziá; mujeres y hombres asumen el dolor de las víctimas: Husein y su primogénito; el futuro cuarto imam desvalido y enfermo; Zíneb, la hermana, cuyo heroísmo electriza a la audiencia; Umm Leila, hija del último rey sasánida y esposa del imam Abbás, el hermanastro de Husein, torturado y rematado ante los suyos; Kase, hijo de Hasán... Ninguna separación artificial entre personajes y público. Cuando el monitor o algún actor invoca al gentío, ya muselmin!, una marejada de lamentos broncos desencadena un inmenso clamor. A nadie se le ocurriría aplaudir; tras un pasaje particularmente emotivo, el pueblo iraní, acude al taziá para sufrir y llorar.
En una representación teatral a la que asisto a menudo, en el cruce de las avenidas del Imam Jomeini y Vali ve Asr, el espacio entoldado se divide en dos partes. Las mujeres se apiñan en una, curiosas de mi llegada (no visto de luto y me afeito a diario); los hombres, acomodados en la otra, aguardan y fuman. Los chiquillos corretean y se encaraman al sekkú. Una orquestina, compuesta de platillos, trompeta y tambor, subraya los momentos dramáticos. Los soldados del califa, capitaneados por un Chemir apuesto y nervudo, amenazan y conminan a rendirse a los asediados. Las mujeres de la familia de Husein son actores bigotudos, recubiertos de un simple velo y túnica negros. Zíneb, la hermana del imam, disfraza, apenas su complexión recia y mostacho espeso, y a veces se alza el pañuelo para enjugarse el sudor. En el simulacro del combate, el vencido huye del estrado y el apuntador aparece con un bulto envuelto can una tela blanca, símbolo de su decapitada cabeza. El cadáver de Alí Akbar es transportado en andas y da varias vueltas alrededor del tablado, con un séquito de adolescentes cargados de ofrendas y flores de colorines. Alguien arroja de pronto peladillas y pétalos de rosa al mujerío, provoca una arrebatiña y el servicio de orden se ve obligado a intervenir. Aprovechando el barullo, los personajes del imam y su implacable enemigo se abrazan. Luego Kase, huérfano del imam Hasán, implora a su tío, pese a su corta edad, el permiso de empuñar las armas. Husein se rinde finalmente a sus razones, le inviste del manto del martirio y la mayoría de mis vecinos sollozan. El taizá es el reino de la inverosimilitud teatral y espontaneidad creadora: la mezcla del público y actores abole las distancias y convierte a los espectadores en protagonistas de un drama que es, a la postre, el de sus propias vidas.
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