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Tribuna:
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Francamente, demasiado

Las autoridades competentes han hecho llegar a mis manos los papeles necesarios para emitir, por correo, mi voto en la elección de los nuevos miembros del Parlamento Europeo, de cuyos resultados la inmensa mayoría de los españoles políticamente opinantes y no enteramente decepcionados (que no sabemos si serán los más o los menos de quienes tienen derecho a votar) está pendiente preguntándose -en muchos casos, ansiosamente- cuáles serán sus consecuencias en la política interior de este país. Mientras tanto, a casi todos ellos los tienen sin el menor cuidado los efectos que esos mismos resultados vayan a producir en el funcionamiento de la Unión Europea, nacida del Tratado de Maastricht, e incluso en la naturaleza misma de esta Unión, acerca de la cual habrán de tomarse, a lo largo de los dos próximos años, decisiones que, sean cuales sean, tendrán una incidencia muy profunda en la política, en la economía y, por consiguiente, en la existencia cotidiana de sus habitantes, entre los que nos contamos.Esa indiferencia es hija, más que de otra cosa, de la ignorancia: una ignorancia que los dirigentes políticos de España (con rarísimas excepciones, tan honrosas como desconocidas de la generalidad de la gente) no parecen querer remediar, sobre todo porque, ignorantes ellos a su vez, no son capaces de hacerlo. Pero, aunque lo pudieran y lo quisieran, las circunstancias presentes no son de las que mejor se prestan a atraer hacia el destino común de los europeos una atención absorbida por los particulares y muy graves problemas de los españoles.

Lo increíble es que, para resolver tales problemas, haya una cantidad de soluciones diferentes y susceptibles de ser propuestas en serio a los electores tan elevada como el número descomunal de candidaturas que he recibido permitiría pensar a un observador ingenuo. He contado 33. Verdad es que cuatro de ellas son repes, lo que deja la cifra en 29. En cambio, he echado de menos la de una fuerza política que, según me consta, se presenta, aislada, a la elección. (Y las informaciones oficiales hacen pensar que la persona -llamémosla- competente ha olvidado incluir alguna más en el sobre que me estaba destinado). Tiene uno la impresión de que, en la mayoría de los casos, los promotores de esa, multitud de candidaturas no persiguen otra finalidad que la de recordarnos o descubrirnos su propia existencia y comprobar, de paso, si son capaces de cosechar un número de votos superior al de sus propios candidatos, o sea, los 64 titulares más los tres suplentes únicas excepciones (salvo error u omisión) a esta última regla son dos partidos de ámbito exclusivamente vasco, uno de los cuales sólo propone 16 candidatos; y el otro, 22 más una suplente. Dado que estos partidos no se presentan aislados, sino que forman candidaturas comunes (cada uno por su lado) con fuerzas políticas más o menos afines de otras partes de España, supongo que completarán sus listas con nombres suministrados por las organizaciones aliadas; sin embargo, en las correspondientes papeletas no consta ni cuáles son estas organizaciones, ni cuáles son los candidatos procedentes de ellas, ni los lugares que éstos ocupan en las listas comunes. Se da, sin duda, por sentado que a los electores cuyos votos se emiten en tierra vasca (como es mi caso) lo único que les interesa saber son los nombres de los partidos y candidatos vascos, y no tienen por qué importarles los candidatos y partidos foráneos coligados con ellos, ni las posibilidades que unos y otros tienen de salir elegidos, según los lugares que ocupen en las listas.

Tal es la guinda que corona la tarta de un sistema -el de candidaturas cerradas y bloqueadas- harto desprestigiado y cuyos vicios se multiplican al constituirse la totalidad del Estado en circunscripción electoral única (contradictoria de la filosofía de descentralización política en que se basa nuestra Constitución), con unas reglas que permiten tal proliferación de candidaturas extravagantes que la convocatoria electoral resulta ser como la invitación a un baile de carnaval, no porque los asistentes lleven máscaras (pues nadie se oculta aquí el rostro, antes al contrario), sino porque los más de ellos parecen rivalizar en lo estrafalario de su atuendo (sea de la etiqueta política que les sirve de tal). Pocas elecciones dan en este punto tanta sensación de falta de seriedad.

¡Si, al menos, los partidos serios -sobradamente, sabemos que los hay- hubieran aprovechado la ocasión (y harto tiempo de hacerlo han tenido) para corregir el sistema de voto, abriendo y desbloqueando de una pajolera vez las listas de candidatos, de acuerdo con lo que tan razonablemente se les pide, desde hace casi tres lustros, por unos ciudadanos cada día más numerosos y cada vez más autorizados! Lamentablemente, no ha sido así. Pese a que la petición ya es clamorosa, ellos (casi todos ellos, pues hay excepciones aquí también; pero se trata de individuos aislados o de formaciones políticamente debilísimas) siguen ignorándola mayestáticamente.

Esto tiene la única y deplorable ventaja de simplificar la tarea electoral de quienes llevamos ya algunos años manifestando nuestra protesta contra esa imposición partidocrática, por el sencillo procedimiento de votar en blanco, con la esperanza, quizá vana, pero perseverante, de que el número de votos en blanco llegue a tener tanto peso que, sumándose al de los argumentos favorables a la reforma, decida a los partidos mayoritarios, árbitros inevitables y dueños de la situación, a tomar las medidas necesarias.

La abstención pasiva (que las izquierdas propugnaron en el referéndum sobre la Ley de Reforma Política; el PNV, en el referéndum sobre la Constitución; la UCD, en el que tuvo por objeto el Estatuto de Andalucía; Alianza Popular, en el relativo a nuestro ingreso en la Alianza Atlántica, etcétera) es una abdicación y una trampa: es mezclar nuestra ausencia de las urnas con la ausencia de los indiferentes, de los despistados, de los imposibilitados... y de los difuntos no eliminados del censo. El que vota en blanco se abstiene, en cambio, sin permanecer pasivo. No escoge una candidatura, pero actúa cívicamente haciendo constar su inconformidad con las malas reglas del juego impuestas desde los aparatos dirigentes de los grandes partidos, en provecho no ya de estos últimos, y aún menos de los electores, sino de los propios aparatos. Lo cual es, francamente, demasiado.

José Miguel de Azaola es escritor.

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