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Tribuna:LA DEFENSORA DEL LECTOR
Tribuna
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Del deber de ser exactos o de cómo EL PAÍS debe una cena

Soledad Gallego-Díaz

Juan Carlos Olmo es un joven lector que trabaja como administrativo y que tiene fe en la letra escrita y, muy especialmente, en la de este periódico. Su confianza es tanta que el otro día apostó una cena con un compañero de trabajo: "Me apuesto lo que quieras a que José Bonaparte, alias Pepe Botella, murió en Canadá y trabajaba como trampero", dijo con seguridad.Lo había leído en EL PAÍS y estaba encantado de ganarle la apuesta a un colega licenciado en Letras.

La desilusión fue completa cuando consultaron una enciclopedia: José Bonaparte ni murió en Canadá ni era trampero. El joven ha decidido pagar su deuda, pero no sin antes quejarse a la Defensora del Lector y dejar bien claro que, en su opinión, debería ser EL PAÍS el que les invitara a los dos.

"Me parece muy mal que cuenten ustedes cosas inexactas", explica Juan Carlos. "Creo que muchas personas, como yo, confían en lo que leen en su diario y que, sin querer, podemos, además, confundir a otras personas. Quienes leyeron aquel artículo se habrán quedado con la imagen romántica de un Bonaparte poniendo trampas para cazar animales en un bosque nevado de Canadá. Así, de boca en boca, cientos de personas pueden estar diciendo tonterías por su culpa".

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"Es cierto", admite el reclamante, "que el redactor se limitaba a recoger lo que decía un estudiante extranjero, pero no me sirve la disculpa, porque si alguien dice que Roma es la capital de Irlanda o que Felipe mató a su abuelo, lo lógico sería que ustedes no lo publicaran o indicaran al menos que el personaje no tiene ni idea. En este caso, el redactor se lo tragó".

Algunos lectores creerán que Olmo exagera. La Defensora del Lector cree, por el contrario, que tiene razón y que no exagera nada.

El problema que plantea Juan Carlos no es dónde murió José I (que, todo sea dicho, falleció en Florencia, Italia). El problema es si la exactitud debe ser requisito indispensable de la prensa seria.

Hasta ahora, los periódicos de calidad han defendido ese principio. ¿Por qué van a ir ustedes por ahí diciendo cosas, datos y fechas que no son correctos, simplemente porque un periódico no ha confirmado o comprobado esos datos o, al menos, ha corregido rápidamente sus equivocaciones?

¿Cuántas veces habrán ustedes comentado informaciones o artículos publicados por los periódicos sin saber que contenían detalles incorrectos?

O, lo que puede ser peor, ¿cuántas veces un lector o lectora habrá llegado a una conclusión u opinión equivocada sobre cosas o personas porque se basó en datos que leyó en un periódico, que después resultaron inexactos y que nadie corrigió?

Comprobarán ustedes que insisto mucho en esta columna en la obligación que tienen los medios de comunicación en general, y este periódico en particular, de rectificar públicamente los errores, siempre que sea necesario y por muy molesto y antipático que resulte publicar largas Fe de erratas o, incluso, rectificaciones más amplias.

Ya hemos comentado en alguna ocasión que la rapidez con la que se trabaja en un diario hace prácticamente imposible garantizar la comprobación y confirmación de todos y cada uno de los detalles de una información. Este fenómeno se ha ido agudizando además en los últimos años debido a la presión de la competencia y de los medios de comunicación audiovisuales, capaces de ofrecer al instante una información.

Algunos periodistas creen que esa presión, que obliga a publicar rápidamente una información, sin haber dedicado suficiente tiempo a su comprobación (por miedo a que se adelante un colega o porque la televisión o la radio ya la han lanzado al aire), está llegando a extremos poco razonables.

La prisa es muy necesaria en este oficio, pero está reñida casi siempre con la exactitud, y muy posiblemente los periodistas de hoy tienen menos tiempo que nunca para realizar su trabajo. Si a eso se añade, en ocasiones, la poca especialización o la escasa experiencia del redactor, el resultado suele ser un trabajo claramente insatisfactorio.

Parece que contra este fenómeno no existe remedio. O, por lo menos, no existe remedio en la actualidad. Quizás si los profesionales de la prensa no sensacionalista tomaran conciencia del problema y opusieran resistencia se pudiera corregir en el futuro. Pero, por el momento, la única solución que se nos ocurre a los ombudsman o defensores del lector es corregir, rectificar y pedir disculpas tantas veces como sea necesario.

Nota. José Bonaparte se trasladó a Nueva Jersey (EE UU) después de la batalla de Waterloo. Allí fue conocido por el título de conde de Survilliers. En 1832 se trasladó a Inglaterra, y en 1841, a Florencia (Italia), donde falleció, en 1844.

Todos estos datos han sido facilitados a EL PAÍS por uno de los más asiduos y exactos colaboradores que tiene este departamento, el lector Armando López Carrasco. Además, confirman fechas y lugares la Enciclopedia británica y el Dictionnaire encyclopédique d'histoire, de Michel Mourre.

Aprovecharemos las enciclopedias, y la ayuda de don Armando, para corregir otros detalles históricos que se publicaron en la Guía de la buena vida (distribuida con El País Semanal del 15 de mayo).

En la página 65 de dicha guía se habla del Hostal del Príncipe, en Carratraca (Málaga), y se dice que el edificio se empezó a construir en 1834, "a fin de que el rey Fernando VII tomara las aguas del balneario". "Lord Byron también se hospedó en él", prosigue el texto. En la página 78 se alude al Parador de Ciudad Rodrigo y se afirma que el castillo "fue levantado en el siglo XII por Enrique II de Trastamara".

Por fávor, no hagan ustedes caso. Fernando VII murió en 1833, y Lord Byron, en 1824, así que, si la fecha de construcción es correcta (lo que no confirman los responsables del hostal), ni el rey pudo utilizar el hotel ni el poeta "quedar prendado de su elegancia". Enrique II, por su parte, vivió en pleno siglo XIV (1333-1379), luego tampoco pudo levantar un castillo en el XII.

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