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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ataúdes rodantes

EL CAÑÓN y la coraza. A mayor potencia destructiva, más capacidad de blindaje. Esa carrera histórica de los ejércitos de todo el mundo es una válida metáfora para otro tipo más literal de carreras: las de la Fórmula 1. La muerte de dos pilotos el pasado fin de semana en el circuito italiano de Imola, el austriaco Roland Ratzenberger y el brasileño Ayrton Senna, varias veces campeón del mundo , reactiva una polémica que sólo el azar había mantenido en sordina, puesto que las últimas muertes en competición se remontan a 1982, las del canadiense Gilles Villeneuve y el italiano Riccardo Paletti.El caso puede presentarse nítidamente: mientras que los bólidos no cesan de perfeccionarse, de ser más rápidos, más potentes, más capaces de hacer lo que sea en la pista para ganar -el cañón-, las medidas de seguridad para canalizar tanto desmadre no han corrido parejas en su evolución -la coraza-, o peor aún, por mor del espectáculo, esas medidas han sido notablemente reducidas este año en forma, como vemos, mortalmente peligrosa.

La superioridad de los Williams en el circo de la Fórmula 1 ha sido tan decisiva en las últimas temporadas que el interés de las carreras, con los miles de millones que ponen en juego, había declinado. Y, por ese motivo, la Asociación de Constructores, que dirige el británico Bernie Ecclestone, verdadero zar del automovilismo de máxima competición, logró que se suprimiera lo que en el lenguaje de este deporte se denomina sistemas de ayuda electrónica al pilotaje; es decir, toda una serie de mejoras como la suspensión inteligente, los frenos ABS, los mecanismos antiderrapaje, que pueden ser controlados en muchos casos desde los boxes. Como Williams había invertido más y mejor en tecnología que sus rivales, sus boxes, el cuartel general de cualquier carrera, cooperaban decisivamente a la victoria de sus pilotos sin que otros corredores pudieran hacer gran cosa para contener el chaparrón de ingeniería que se les venía encima.

Y eso era lo que perjudicaba al espectáculo, que no fuera piloto contra piloto, sino piloto más marca lo que decidiera el resultado. Pero con la abolición de esas ayudas electrónicas, si bien se iguala sobre el terreno la competición, nos hallamos con que el vehículo, siempre en mejoría sobre sí mismo, carece de los elementos adecuados para apaciguar sus letales bríos. Se convierte, así, en un potencial atáud rodante. A eso cabe, verosímilmente, atribuir la reciente muerte de los dos pilotos de Fórmula 1.

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Es de esperar que la Federación Internacional de Automovilismo, que hoy se reúne en sesión especial para tratar el problema, comprenda que las cosas han ido demasiado lejos y que haga lo necesario para recuperar un protagonismo que los constructores -los que de verdad manejan el dinero- le habían arrebatado.

La Fórmula 1, sin duda un deporte y un espectáculo apasionantes, está claramente sobredimensionada, instalada en los televisores de todo el mundo, convertida en un juego de pasiones y ambiciones. Ello se debe, al menos en parte, al peligro que entraña, a ese baile con la muerte que se negocia en cada curva. Bien. Ya es suficiente. La competición ha de ser igual de emocionante, igual de expresiva de la capacidad del ser humano en sus locos cacharros, con la coraza debidamente puesta a punto. El cañón de este peculiar circo ya ha hecho bastante daño.

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