Crueles, arrogantes y peludos
Es creencia muy extendida en el extranjero la de que los españoles somos crueles, arrogantes y peludos. Tengo entendido que esa triple fama nos persigue desde el tiempo de los Austrias, y que el optimismo histórico y a confianza inofensiva y algo necia en la evolución de la naturaleza humana no ha conseguido mejorar esa opinión. La reputación de crueles no la tengo por deshonrosa. Viene a ser una característica que a falta de recomendable al menos no es hipócrita. La compartimos con los turcos, y no sé si eso constituye un agravante o puede servirnos de consuelo. Nosotros no hemos tenido monarcas empaladores, ni oficiales superiores aficionados a la piel humana como materia prima para forrar carteras y objetos de uso doméstico. En uno de los cuadros más famosos de la historia de la pintura no somos los fusilantes, somos los fusilados.La reputación de crueles procede de observaciones mucho más cotidianas. Los refinados embajadores de Venecia se llevaban las manos a la peluca delante de los enanos arrojados a los toros como materia de diversión.
Hoy día, los enanos españoles tejen cestas de mimbre en instituciones poco rentables, pero creadas especialmente para ellos, y los que aún padecen revolcones delante de los toros son una minoría que sin duda disfruta de sueldos elevados. Si la relación del español con sus enanos sirve de referencia, puede decirse que la crueldad española se ha aliviado, se ha diversificado, o, lo que resulta aún más misterioso, ha sufrido una reconversión.
De hacer caso a la tradición, la segunda característica española más percibida en Europa es la arrogancia. Se dice que somos arrogantes, y, en efecto, somos tan arrogantes que serlo nos parece materia digna de orgullo. Cierta forma peculiar de la arrogancia se expresaba en otros tiempos con un refrán, "Castilla desprecia lo que ignora", se decía entonces. Hoy día, esa arrogancia se la adjudica Madrid. Pero un país que compensa siglos de hambre y retraso con una desmedida afición a la gastronomía no puede ser arrogante. No puede ser arrogante un país que acoge sin amotinarse un programa de televisión presentado por Rafaella Carrá. A lo más, también en ello somos algo sarracenos, en hacer que una rubia cautiva en una pantalla hable, gesticule y se menee sólo por divertirnos, y ya me disculpará la Embajada de Turquía por utilizar de nuevo a su país como término de comparación. Gordon Craig opina que las mejores virtudes alemanas las encarnaban precisamente los judíos. Los sarracenos fueron nuestros enemigos durante algunos siglos, y algo nos habrá quedado de aquella relación.
Pero lo más irritante de la percepción europea del hispánico es que se nos tenga por peludos. "¡Que pase el ibérico peludo!", grita un personaje de Shakespeare para que el español entre en escena. Lo más sensato sería aceptarlo como una afirmación del gran dramaturgo que nada tiene que ver con las estadísticas que nos sitúan en el nivel medio europeo en cuanto al número de calvos. Pero lo cierto es que ser peludo en España ofrece ciertas ventajas. Al peludo se le atribuye un suplemento injustificado de virilidad, como si la mayor desgracia. para un hombre fuera la de ser calvo y maricón. (Los turcos vienen a opinar del mismo modo, ocultan su calvicie con un turbante y cultivan grandes bigotes). Si el ser hombre peludo, según otro refrán, es indicio de poseer un aparato genital voluminoso, la afirmación de Shakespeare sólo puede acarreamos la curiosidad interesada del turismo femenino británico hacia nuestro país. Y hasta aquí hemos llegado con los estereotipos peninsulares. Es de observar que son menos odiosos que la estupidez fanfarrona que se nos atribuye en la Carmen de Bizet.
Muy distinto, y mucho más delicado, es saber, en la complicada articulación administrativa de la Península, cómo nos vemos los españoles entre nosotros, cuáles son nuestros adjetivos regionales, en qué medida son tributarios de la historia, de la leyenda o de la animadversión. En primer lugar, no hay falacia mayor que la de considerar que España es un país latino cuando sería mucho más exacto decir, por el contrario, que España es un país escasamente romanizado. Lo que sí puede afirmarse es que los romanos entendieron la realidad geográfica de la Península de una forma que no fue mejorada ni por las monarquías medievales, ni por la Administración decimonónica, ni por el Estado de las autonomías, y mucho menos por el régimen anterior.
Los romanos dividieron nuestro país en cuatro regiones, Cantabria, la Bética, la Tarraconense y Lusitania, las mismas en las que lo hubiera dividido Herrero de Miñón de haber tenido poderes para ello. Todavía en la actualidad causa maravilla lo acertado y sensato de esa repartición orientada por los ríos, las montañas y los cuatro puntos cardinales. En el centro permanece ese agujero negro que de momento supondremos habitado por ibéricos peludos a falta de considerar que los romanos no le encontraron otra denominación.
Es posible que sólo se pueda considerar latinos a los habitantes de la franja litoral mediterránea correspondiente a la región Tarraconense. El espíritu continental, arrogante, cruel, indígena, dicen que ya se percibe en las montañas del Ampurdán. Barcelona es la ciudad latina por excelencia. No posee ni desea el rango de metrópoli con esa ridícula arrogancia que se observa en la capital. Los catalanes urbanos son pulidos. El Liceo se consideraba ante todo un excelente teatro municipal.
Lusitania ha sido la tierra de la megalomanía. El destino de la Península hubiera cambiado si Felipe II, considerando con mayor acierto el enorme potencial de su imperio, hubiera escogido Lisboa como capital. La Lusitania ha parido Brasil, un país monstruoso. A las encrucijadas de los poblachones de Castilla llegaban los vagones de la Companhia Internacional de Coches Cama e dos Grandes Expressos Europeos procedentes de Portugal. En la noche ferroviaria, un título tan rimbombante sólo permitía soñar. La megalomanía gallega...es una discreta locura que se disfraza en los sueños. En la suave ambición crepuscular de su carrera, Manuel Fraga Iribarne, inofensivo, reclama jurisdicción administrativa sobre la isla flotante y misteriosa de San Brandán.
La Bética es el territorio de un equipo de fútbol de apasionado pero irregular comportamiento sobre el terreno de juego. Como sucede a menudo con los grandes toreros y los políticos procedentes de esa región, ser bético supone seguir al Betis aunque pierda, es decir, independientemente de sus resultados desastrosos. En ninguna región de España se da una combinación tan compleja de astucia, interés y lealtad. Son virtudes de perro viejo, y en la distancia geográfica y emocional que separa el Hondo Sur de Cantabria hay algo más que una cuestión de clima. En la península Ibérica cultivamos exotismos diversos. Casi todo es periferia, como si nuestra referencia, una mítica Roma, fuera una entidad inexistente y un Estado cuyas características serían la arrogancia y eso que los contribuyentes denominan crueldad fiscal. No hay solución desde el centro. No somos lo suficientemente peludos para ello.
es escritor.
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