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¿Quien nos tomó primero el pelo?

Los ecos de los gacetilleros que pusieron todo su empeño en amargarle la vida a Cézanne llegan de vez en cuando hasta nosotros, inmortales como actitud, olvidados ya los nombres que quedaron registrados en sus partidas de nacimiento. ¿Quién se lo iba a decir? En los corrillos artísticos de la capital del mundo cobraron fama, pero ya nadie los recuerda. En cambio, lo que no ha muerto, lo que ha resultado incólume de todas aquellas batallas, es la necesidad de menospreciar y denigrar lo que no se entiende, lo que no puede interpretarse según las normas por las que se rige el gusto establecido. El mudable gusto establecido.Aquellos gacetilleros se sentían íntimamente heridos. Veían los cuadros de Cézanne, la montaña de Santa Victoria pintada una y otra vez, tenazmente compartimentada en casillas de todos los tonos del verde y del azul, y los tomaban como una injuria. ¡Este hombre se está riendo de nosotros! Pero el voluble tiempo hoy nos muestra a Cézanne como maestro. ¿Cuántas veces se ha repetido esta historia? Seguramente, sus inmediatos cronistas, llevados de la urgente necesidad de dar cuenta de los criterios de ese presente del que son esclavos, no pueden mirar hacia atrás, hacia la borrosa penumbra de la historia. Indudablemente, es la actitud del censor lo que no ha muerto. Es algo que sobrevive y se palpa en el tono de la voz, en la seguridad con que se expresan, en ese alarde de sentido común de que hacen gala. Y, sin embargo, unos minutos de reflexión bastan para desmontar sus argumentos. ¿Es tan fácil saber quién se ríe de nosotros y quién no?, ¿quién va a ser la autoridad que lo determine?, ¿quién va a designar esta autoridad? Hay una verdad o una mentira oculta en toda opinión, en todo discurso, pero ¿hay una máquina de la verdad? Sólo podemos confiar en la intuición. Ella es nuestra única aliada.

Así que vayamos con ella, porque es lo único que tenemos, y pongámonos delante de Las Meninas. ¿Se está Velázquez riendo de nosotros, aquellos espectadores habituados a los retratos convencionales de la familia real agrupada ordenadamente, mirándonos a los ojos?, ¿o estará buscando algo que se nos escapa, para lo que no estamos preparados? Tal vez, si nos parece demasiado inquietante e incómodo, precisamente porque no lo entendemos, nos sentiremos agraviados. También podemos hacer otra cosa. Olvidar por un momento aquellos retratos de encargo y dejarnos llevar, perdemos en el aire que flota en la habitación donde se han detenido para siempre Las Meninas, buscar ese misterio.

Otro tanto podemos hacer, dando un doble y vertiginoso salto geográfico temporal, si nos situamos frente a un cuadro de Klee. ¿Qué son esos signos tenues, tan delgados que parece que se vayan a esfumar? Nuestra mano podría imitarlos fácilmente. ¿Por qué están en todos los museos de arte contemporáneo?, ¿como puede costar un pequeño cuadro de éstos tanto dinero? La alternativa es entrar en el juego del pintor, si uno cree hallar en esos signos una pequeña verdad. Y lo mismo con Rothko, ¿quién sería capaz de asegurar que Rothko es un impostor, que simplemente rellena de colores la amplia superficie de sus cuadros? Lo mismo con Kandinsky, lo mismo con Beuys.

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Con todos. En el arte contemporáneo las reglas de medir ya no están en posesión de una sola camarilla. Hay muchas reglas, muchas camarillas. Lo mismo sucede con la literatura, desde luego.

El problema es que no hay medios científicos de determinar esa pequeña o gran verdad que late en las obras de arte, por mucho que una y otra vez surjan voces que proclamen lo contrario. Una y otra vez se confunde valor y precio, valor y prestigio (¿de quién?). Una y otra vez, se quiere decir: esto no vale, esto sí. Son las exigencias del presente, que tiene, siempre los ha tenido, sus apóstoles.

¿Es que no podemos aceptar la humildad que supone declarar, u oír declarar, Rohtko me emociona? ¿Es que quienes, contemplando una obra de Beuys, sienten que algo ocurre allí, algo en lo que se reconocen, son unos infelices, víctimas caídas en la red de la trampa? ¿Quién nos dirá dónde tenemos que poner los ojos, apartándolos de los comerciantes y de los traficantes de almas?, ¿quién nos adoctrinará?, ¿quién establecerá los dogmas?

Estas reflexiones empezaron a encadenarse en mi interior cuando, siendo yo muy joven, daba vueltas por el museo de arte contemporáneo de Los Ángeles, tan cansada como suelo estarlo en los museos, y por tanto más atenta a los comentarios del público, a quienes observaba desde los bancos en los que me iba sentando, que a los cuadros expuestos, y escuché esa frase que más o menos exacta hemos oído todos en un lugar así: ¡Pero esto es una tomadura de pelo! El hombre que la pronunciaba miraba estupefacto e indignado un gran cuadro de Pollock. Cada vez más irritado, empezó a lanzar vituperios y a interpelar al público que deambulaba por la sala: ¿Estábamos dispuestos a tolerar esa ofensa? No salía de su asombro y era perfectamente sincero: aquella superficie abarrotada de tupidas pinceladas enroscándose sobre sí mismas le parecía un insulto a su inteligencia. Para su alivio, luego encontró en otra sala cuadros que le complacieron. Escenas domésticas de figuras reconocibles. ¡Esto sí! iba exclamando, ¡esto ya es otra cosa! Observaba el cuadro de cerca. ¿Es que no lo ven?, preguntaba, ¡esto tiene mucho mérito! Y nos miraba a quienes andábamos por ahí en busca de confirmación. Muchas de "esas otras cosas" eran cuadros que, sin lugar a dudas, a otros resultarían empalagosos y alambicados. Pero él reconocía en ellos algo que entendía. Para él, el pintor que se salía de su mundo se estaba riendo de él, y lo creía sinceramente y no le cabía en la cabeza, lo cual le causaba justa indignación, que esos cuadros estuvieran en un museo del condado.

Pero el enfado de aquel joven que se había expresado en alta voz con tanta franqueza demostraba que algo estaba confuso, algo pasaba. Miremos hacia atrás. Hubo un momento en que alguien nos dijo: aquellos gacetilleros estaban equivocados, Cézanne no se reía de nosotros, pintaba tenaz y monótonamente su montaña de espaldas al mundo, buscaba. Hemos acabado por comprender. Entonces, no fue Cézanne el primero en tomamos el pelo. Y, desde luego, no lo fue Velázquez, ni El Greco, ni Piero de la Francesca, aunque todos ellos nos desconcertaron. ¿Fue Picasso?, ¿Bracque?, ¿por qué no Matisse, Monet, Van Gogh...?, ¿dónde estableceremos el límite?, ¿estamos completamente seguros de que no fue Velázquez?

A quien dijera que ese hombre indignado y vociferante estaba en un lugar equivocado, deberíamos recordarle que, por elevados que sean los riesgos de la llamada democratización del arte, mucho más peligrosa y malsana es la idea de un arte para disfrute exclusivo de una élite. No, esos riesgos no deberían de asustarnos. Las espectaculares colas ante las exposiciones de Velázquez, de Monet, de Antonio López, no indican sino eso: el arte se consume por todos, por gente de toda clase y condición. Y, como es natural, la gente opina. Nada malo en ello. Lo único que nos debe asustar es la tentación del dogma, la añoranza de la doctrina.

No vale todo, no existe el relativismo absoluto de los valores, todo lo contrario. El tiempo, perezoso e implacable, va despejando las incógnitas. El verdadero problema consiste en el presente: ¿qué instrumento tenemos para juzgar la sinceridad de la obra de arte de nuestros contemporáneos? En realidad, a poco que ahondemos, encontraremos farsantes repartidos por todos los campos, farsantes que hacen manchas imprecisas sobre la tela, farsantes que pintan detallados paisajes, farsantes del retrato. Y si entramos un momento en el campo de la literatura, la respuesta es la misma. Hay farsantes del realismo mágico, farsantes del realismo sucio, farsantes del párrafo largo y farsantes de la frase corta. Como diría Sallinger, el mundo está lleno de farsantes. ¿Cómo podemos orientarnos en un mundo así?, ¿qué brújula tenemos? Ninguna, no hay doctrina, no hay dogma. Sólo tenemos la intuición, nuestra pequeña verdad. ¿Y puede pedirse algo mejor?

es escritora.

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