Responsabilidades políticas
DURANTE AÑOS, los socialistas han sostenido que sólo existían, en relación a los escándalos de corrupción, dos tipos de responsabilidades: las penales, que derivaban de sentencia firme de los tribunales, y las políticas, que se dilucidaban sólo ante las urnas. La única oportunidad de los ciudadanos era, así, castigar con el voto a los partidos implicados en tales escándalos. Tan escueta doctrina carece de respuesta para situaciones como las que ahora están sobre la mesa, y, en ese sentido, alguna razón tiene Solchaga cuando afirma que no hay una jurisprudencia interna aplicable a su caso.Pero se equivoca cuando se ampara en esa laguna para desplazar hacia su partido la responsabilidad de decidir si debe o no irse, y, en el primer caso, cuándo conviene que lo haga. Si decidieran por él, ya no sería una dimisión, y el significado político de su salida del cargo variaría radicalmente. El argumento de que en todo caso hará lo que convenga a su partido no es convincente: de lo que se trata es precisamente de demostrar que se está dispuesto a hacer, en defensa del sistema, incluso aquello que pueda perjudicar al propio partido. Lo mismo vale para el ex ministro del Interior José Luis Corcuera, que puso su escaño "a disposición del partido" tras el escándalo del el director general de la Guardia Civil Luis Roldán.
La dimisión es la única fórmula de asumir una responsabilidad política. Su función más inmediata es la de apaciguar a la opinión pública ante escándalos que afectan a la credibilidad del sistema. En ese sentido, su eficacia es proporcional a la rapidez con que se produzca. Resulta contradictorio con este principio el planteamiento de Felipe González, respaldado por la dirección socialista, de que las dimensiones de Corcuera y Solchaga se decidirán cuando se demuestre que fueron negligentes con la gestión de Rubio y Roldán.
La dimisión no significa aceptar una culpabilidad. La de Julián García Valverde como ministro de Sanidad por las irregularidades producidas en Renfe cuando la dirigía no podría considerarse una prueba contra él (como se pretendió en su día con el argumento de que si no fuera culpable no habría dimitido). Pero el caso de García Valverde constituye a la vez un precedente de dimisión de un cargo diferente a aquel por el que se le exigían responsabilidades. Si la dimisión tiene que ver con la necesidad de hacer frente a la alarma social producida, carece de relevancia cuál sea el puesto al que, se renuncie mientras quede claro que la renuncia es consecuencia del reconocimiento de responsabilidades.
Pero esa asunción no podrá ser indiscriminada o arbitraria. Una proyección sistemática hacia arriba produciría el efecto de que nadie respondería personalmente de sus actos: siempre habría alguien responsable del nombramiento de quien se ha mostrado indigno del cargo. Es lo que se puso de manifiesto en Francia con el asunto de la sangre contaminada. Pero la adscripción de responsabilidades tampoco podrá ser arbitraria en el sentido de que la elección de un culpable dependa de su relevancia pública y, por tanto, de su capacidad para calmar las exigencias expiatorias de la opinión pública. La responsabilidad política tiene que guardar relación directa con el mal causado, sea por acción u omisión.
En el caso de Solchaga, su identificación como responsable político del caso Rubio no deriva tanto de haber avalado su nombramiento y su continuidad como de su fracaso en la investigación de las denuncias planteadas públicamente en 1992 contra el entonces gobernador del Banco de España. Se trata de un criterio objetivo, al margen de las intenciones: o bien no se hizo la investigación que Solchaga se comprometió a impulsar, o bien se hizo mal, puesto que no se detectó aquello que hoy parece evidente y sobre lo que ya existían indicios como para que el ministro se esmerara en investigarlos.
En el caso de Corcuera -y también de Barrionuevo, que lo nombró-, su responsabilidad deriva sobre todo de no haber detectado lo que hoy sabe todo el mundo; no se trata tanto de no haber denunciado lo que sabía, sino de no haberse esforzado por saber: por hacer la vista gorda ante indicios tan abrumadores como el enriquecimiento a ojos vistas de Roldán. Es inaudito que durante más de siete años nadie reparase en la mentira de los títulos inexistentes, en el descontrol de los fondos reservados, en que la Dirección General de la Guardia Civil se había convertido en una oficina de negocios privados de Luis Roldán y sus cómplices. Tal vez existan atenuantes. Pero la opinión pública podrá considerarlas sólo después de la asunción de responsabilidades mediante la dimisión, y sólo entonces podrá tomarse en serio la disposición de los socialistas de supeditar sus intereses partidarios a los del sistema.
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