Sin hilos
En la India los hombres defecan en la calle, y tú los ves. En España los horteras telefonean por la calle, y tú los oyes. El parque telefónico móvil crece a un ritmo fértil, casi el mismo al que crece el parque horteril (¿vendrá hortera de huerta?). Yo comprendo que algunos hombres necesitan estar todo el día conectados a una máquina; la respiración del mundo nos va en ellos: gobernantes, bomberos, estrategas, Benegas. Y los médicos, aunque el médico no siempre contesta al enfermo, que siempre llama dos veces. Pero ¿qué destino depende del hortera que cruza el semáforo al habla o te martiriza en el bar? A no ser que el hortera esté en ese momento al aparato con el hortelano que le lleva el huerto, para ver cómo van sus pepinos.Estábamos ganando batallas en la lucha por mantener en la esfera privada las grandes latas públicas; los ruidos domésticos ya se vigilan, y alguna iniciativa se emprende para que el fumador se aísle con su tribu en la reserva: fumaderos al aire libre o waters closet, cuanto más closet mejor. Y entonces llega el hortera con su telefonillo.
El otro día se sentó a mi lado en el tren uno de ellos. Fue el primero que olí tan de cerca, quieto y en un transporte público; la horterada portátil es, en su mayoría, andante, como las caballerías, y hoy lo raro es ver a un conductor que no lleve pegado a la oreja el fruto impepinable del campo telefónico. Mi hortera ferroviario llamó seis veces y fue llamado tres en un viaje de cuatro horas. Todo lo dicho era banal, pero el hombre repetía: "Aquí estoy localizable". De repente pasamos por un túnel, y el instrumento, él lo dijo, quedó opaco. Entonces tuve la idea. Los que hemos visto cine sabemos cómo dejar a alguien ilocalizable en un tren. El hombre seguía hablando. El siguiente túnel se acercaba. ¿Me comprenden? Yo sí tenía un móvil para el crimen.
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