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Los ingleses y el miedo

Félix de Azúa

Así como en las novelas de Balzac los pesonajes ocupan la totalidad del escenario, en tanto que Dickens suele situarlos a media distancia, lo que permite observar el espacio por donde se mueven, así también París difiere de Londres en la distinta proporción que guardan los ciudadanos respecto de sus edificios. El ciudadano londinense no es ni más alto ni más ancho que el parisino, pero lo parece porque se mueve en un espacio ampliado por la pequeñez de las construcciones. Es un espacio, además, desordenado, pintoresco y desprovisto del menor sentido de la composición. Un espacio para figuras épicas e individualizadas como el coronel Lawrence, Sherlock Holmes o John Le Carré.Por eso, en esta última visita me llamó la atención el enorme cambio que la era Thatcher ha traído a la ciudad. La recordaba como ciudad amistosa, educada y zumbona, pero me la he encontrado antipática, agresiva y paleta. Algunos rincones urbanos, destruidos por petulantes rascacielos de inconfundible tufo bancario, son ya como los mejores rincones de la Castellana. La clásica escala dickensiana ha desaparecido y Londres se ha convertido, paradójicamente, en la capital de la arquitectura colonial americana.

Me fui de Londres el año en que los conservadores triunfaban por primera vez. Y no había regresado en los últimos 15 años. La transformación es sobrecogedora. Recuerdo cómo nos chocaba a los españoles el respeto de los ingleses por sus propias convenciones. Con algún amigo habíamos cruzado pasos cebra al asalto, para experimentar científicamente los reflejos del conductor inglés. No sólo frenaban en seco, sino que se excusaban por hacer ruido con los neumáticos. En la actualidad, ni un suicida osaría cruzar por los pasos cebra: los automóviles aceleran. Supongo que es el efecto de nuestro celo científico.

La City, el Soho y las zonas de oficinas estaban entonces concurridas por el modelo exacto del hombre de negocios británico, con su bombín, su paraguas y aquella eterna sonrisa algo lela tras la que se ocultaba un inmenso talento para el saqueo. El uniforme actual es rotundamete distinto. Toda la población, hasta los pastores metodistas, calza bota de ojetes, lleva el cráneo rapado, unos cuantos harapos negros cuelgan de su cuerpo y los más diversos tatuajes adornan lugares inesperados de su anatomía. El peculiar esnobismo inglés, que siempre ha preferido ropa barata y mala, ha impuesto una nivelación maoísta. El mensaje es claro: "Soy una bestia feroz, ándate con ojo".

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Aquellos caballeros que antes cedían su asiento a las damas, dan ahora vigorosos codazos para subir los primeros al autobús; los coches aparcan en doble fila, como en España; pero las calles están más sucias que las nuestras y el número de borrachos matutinos supera al de borrachos vespertinos en París. Me preguntaba yo cómo había logrado el libre mercado alcanzar semejante éxito en 15 años, y de pronto se me hizo la luz. No era una consecuencia de la política económica, sino de lo que antes se llamaba moral, en el sentido que esta palabra toma en la frase "tener más moral que el Alcoyano". Los ingleses de antaño tenían una moral de hierro; los actuales andan desmoralizados.

La ausencia de moral ha producido en los ciudadanos de Londres un ataque de pánico. Por primera vez en su historia se temen los unos a los otros. En consecuencia, se disfrazan de asesinos con el fin de protegerse infundiendo miedo. El resultado es que todos juntos resultan pavorosos. Durante siglos, un inglés aislado era un ente inexpugnable que entretenía relaciones de archipiélago con otros ingleses igualmente autónomos. Estas relaciones eran considerablemente deportivas. En la actualidad, la desmoralización les impide mantener relaciones de igualdad entre individuos, y sólo pueden relacionarse a porrazos, como las parejas que se han perdido el respeto. La actual violencia inglesa, omnipresente en ciudades como Londres, no es otra cosa que el deporte llevado a su verdad, cuando abandona el campo de césped y se traslada al campo de concentración.

Lo comprendí el día en que quedé atrapado en una batalla urbana entre aficionados al fútbol. Eran tipos enormes y avanzaban como elefantes borrachos, aplastando lo que se les ponía bajo las patas. La policía, con formidable eficacia, se interpuso, formando una barrera charolada que les impedía el paso. Pero los aficionados se lanzaron sobre los policías jaleándose con gritos entrecortados (ah, ah, ah, etcétera). Los policías, sin embargo, abrieron la cadena y la horda de rapados, al no encontrar resistencia, se precipitó en una pequena plaza donde les esperaba el grueso de la dotación. Luego la cadena de policías se cerró sobre ellos.

Vi entonces a mi lado a un rapado que había quedado descolgado del grupo. Parecía un personaje de Goya. Miraba con la boca entreabierta hacia la plazuela donde sus colegas recibían el riguroso castigo de la policía, y se golpeaba las costillas con los puños con el propósito de participar a distancia. Estaba literalmente paralizado de terror ante la posibilidad de quedarse solo. De pronto dio un grito casi femenino y se lanzó al castigo con las manos en la cabeza para protegerse de los porrazos. Tan insoportable le era su individualidad que prefería salir con el cráneo partido antes que asumir su salvación traicionando a la horda.

He creído ver en esta asombrosa transformación del ciudadano británico una infección de usos hasta ahora propios de los países latinos. Nosotros, por ejemplo, conocemos muy bien el gregarismo, la incapacidad para tomar decisiones, el anhelo de irresponsabilidad, el colectivismo que ha destruido nuestras sociedades y las ha convertido en infames redes clientelares. El terror de quedarnos solos nos ha puesto de rodillas tantas veces ante los jefes incondicionales, ante las naciones con identidad, ante las iglesias verdaderas, ante los padres protectores. Esa peste del alma que nos hace preferir el castigo colectivo a la salvación individual.

Los ingleses parecían inmunes a nuestros comportamientos gremiales y apocados, de protección colectiva y mafiosa, pero la aparición de los rascacielos bancarios y el cambio de escala humana que traen consigo ha producido en los londinenses un ataque de pánico gregario e infantiloide. Ya están preparados para amar a un Berlusconi. Son efectos del libre mercado que los economistas difícilmente pueden prever.

Félíx de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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