Las razones de 13'sonambulos
Nueve horas de paseo entre los personajes que se deslizan por la noche del mayor parque de Madrid desvelan historias nacidas para el olvido y las estatuas
Las bocas del Retiro no hay quien las cierre. Sus 17 puertas permanecen abiertas toda la noche en un rumor que habla de sexo, drogas y cobijo, pero que apenas se oye. Pasada la medianoche y hasta las 7.10 de la mañana del jueves, cuando despuntó rojo el amanecer, este parque de 15.000 árboles y 120 hectáreas se convirtió en el feudo de 11 hombres, dos mujeres y cinco gatos moteados.Son las 4.30 en la plaza de Nicaragua, a escasos metros del gran estanque. Un hombre se arrastra a sí mismo. Un golpe sordo alerta de su presencia. Pega patadas a los contenedores de basura y también al aire. Viste cazadora vaquera, jersey de lana verde y pantalones grises.
Allí, en la fuente coronada de querubines, se desarrolla una ceremonia que debió nacer para el olvido. En ese punto confluyen cuatro avenidas y el viento levanta remolinos de hojas y tierra. Por ellos pasa ese hombre con un contenedor de basura, Es ya el séptimo. Lo empuja resoplando bajo las farolas. Al llegar a la cerca de la fuente, lo iza por encima. Por un momento se detiene para tomar aire. Mira a su alrededor. Ha devastado un jardín de flores naranjas. Es entonces cuando, temblando, levanta y vierte el contenedor y los desechos en el estanque de la fuente. Flotan. Los hunde y ya sólo le quedan cuatro.
-¿Qué te pasa?
-Estoy muy mal.
De cerca es un chico joven, de ojos como puños y cara flaca. Mira sorprendido a los intrusos y pregunta.
-¿No seréis maderos? Sería una putada porque me habríais pillado.
-No. ¿Por qué haces esto? Te ha tenido que ocurrir algo grave.
-Se me ha caído el mundo. ¿Por qué?
-No me acuerdo, no me acuerdo de nada, pero llevo un colocón de puta madre.
El joven se sienta sobre el contenedor. Sus ojos se han estrellado. Con las manos enguantadas se rasca los bolsillos en busca de algo. Saca un paquete de Ducados. Ofrece un pitillo. Está borracho. Musita: "Sólo he bebido cerveza, pero es que nunca bebo". Mira el reloj.
El joven se tumba sobre el contenedor y cierra los ojos. Bajo su cazadora guarda un casete en el que resuena música de corte metálico. Una hora más tarde no quedan contenedores en la plaza. Están todos en la fuente, sumergidos entre su basura. El se ha marchado. Por la mañana resurgirá dormido junto a los cimientos de la Puerta de Alcalá, en el suelo de un paso subterráneo. La cara igual de flaca.
El ritual, sin embargo, ha contado con otros testigos. A 300 metros de la Casa de Vacas, un vigilante de traje azul ha salido y se ha asomado a los ruidos de los contenedores. A hurtadillas mira y ve cómo otros le miran. Se esconde asustado.
Un soplo de violencia y misterio acompaña a quienes atraviesan la verja del Retiro nocturno. Al pie de la mole erigida a Alfonso XII, dos hombres negros con gorra juegan al fútbol con una lata de Coca-Cola. Saltan flexibles. También lo hacen los cisnes, los patos del estanque y algunas carpas que se asoman bruscamente a respirar. Se mueven mucho más que el grupo de yonquis que los contempla sentado bajo las grupas del caballo regio. Ellos, antes que las piernas, menean los ojos. Tres lo hacen con ganas al ver pasar la cámara del fotógrafo. Son las 22.45. La gente aprieta el paso sin girarse. Pocos charlan. Incluso los negros de la lata se han perdido por una alameda oscura y los yonquis del estanque han buscado una panorámica más urbana. Empieza el éxodo.
Desde entonces y hasta la medianoche, serán los perros los que se adueñen del mayor parque de Madrid y saquen a pasear a sus amos, ya sin correas. También recorren las alamedas los sudadores: a pie o en bicicleta engullen kilómetros de parque y transpiran en el pul nión de la ciudad. Siempre por la parte iluminada, cerca de la ver ja, junto al arrullo de los coches.
Cuando los miembros del club de amigos del Retiro, situa do en el centro del parque, esconden las cartas y las fichas de dominó hasta otro día, el parque destierra su normalidad, la ropa deportiva desaparece y ya sólo se observa el andar apresurado de las parejas que abandonan su guarida o de los estudiantes de academia.
Ha pasado la medianoche y el parque empieza a encerrarse sobre sí mismo. Las hileras de farolas blancas y las cuatro cabinas azulonas apenas reciben compañía. El guarda de la Casa de Velázquez cambia de turno. Las parejas no están para charlas. Tuercen su trayectoria cuando atisban un trazo humano entre la marea de sombras.
Para entonces, la ciudad se ha convertido en un rumor del que se divisa el chorro de luz de Torre Picasso, el enchufe de Colón y el Pirulí. Dentro, en cambio, el viento peina las 101 estatuas desperdigadas entre enebros y alerces.
Marta, de 23 años, evita el sendero que repta por la montaña artificial, junto a la calle de Alcalá. Resguardada entre unos setos, ha extendido el brazo desnudo. Con los dientes estira el torniquete. Sus ojos empiezan a licuarse.
A su lado, sentados sobre la ruta, Ramón, de 33 años, y Martín, de 23, esperan con la mirada ávida. Están a gusto. Charlan. La policía les ha echado del pasadizo de la cercana calle de Meriéndez Pelayo, donde pensaban dormir. Ahora que la madrugada ha dejado atrás su primera hora, temen que los cabezas rapadas -ellos dicen skins- les descubran.
-Vienen en bandas a por nosotros. Entran en coche. En el maletero guardan las armas y los bates. Cuando los vemos, nos metemos detrás de los setos para escondernos -dice Martín.
Una bolsa amarilla rueda. Es Marta, que ha querido coger su paquete de Bisontes. El saco de dormir, las migas de pan y las insulinas han caído embuchados
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