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¿Un salto en el vacío?

Los titulares de los periódicos lo dan ya por hecho: Austria, Finlandia y Suecia han sido admitidas a formar parte de la Unión Europea. Después, en la letra pequeña, se nos advierte que falta todavía que los cuerpos electorales respectivos aprueben, en sendos referendos, los tratados de adhesión, con lo que el lector un poco atento se da cuenta de que la cosa no es todavía segura; y algunos medios de comunicación añaden, para ser completos, que también hacen falta la aprobación del Parlamento Europeo y las de los Parlamentos de los actuales 12 Estados miembros de la Unión, para que los navíos de la incorporación lleguen a buen puerto; pero se habla de estos últimos trámites como de cosas de poca monta, de formalidades que serán fáciles de cumplir. Y a lo mejor es así.¿A lo mejor, o a lo peor? Pues si el Parlamento Europeo primero y los Parlamentos de los 12 Estados miembros después dan a estos tratados un visto bueno apresurado, tras de haberles dedicado una atención breve y superficial, sin atribuir importancia a, sus lagunas ni meditar sobre sus consecuencias, pueden prestarle a la Unión Europea el más flaco servicio imaginable. Porque hay lagunas. Se ha. discutido, regateando, hasta el agotamiento físico y psíquico de los negociadores; y a pesar de ello han quedado al final unos "fIecos" por puntualizar en la faceta económica de los acuerdos. Pero esto, aunque posee su importancia, es secundario. Que dure un año más o un año menos la prórroga del acuerdo de tránsito alpino con Austria, o que sea el 80% o el 85% del territorio finlandés lo que deba considerarse zona asistida a efectos del destino de los fondos "estructurales" no va a cambiar nada sustancial. Más trascendencia están llamadas a tener las disposiciones institucionales, y aquí hay una laguna de enorme importancia.

Sabemos ya cuántos representantes tendrán los nuevos Estados miembros -si es que, por fin, ingresan en la Unión- en el seno del Parlamento Europeo; sabemos también que la Comisión se compondrá de un miembro más por cada uno de ellos (el cual no representará a su propio Estado, pero tendrá su nacionalidad, lo que no es poco); sabemos, finalmente, que en el Consejo Europeo se sentará el jefe de Estado y de Gobierno de cada uno de los mismos y que en el Consejo de Ministros de la Unión tendrá cada uno un representante ministerial, de donde podemos inferir que, en lo sucesivo, será más difícil que ahora tomar acuerdos por unanimidad; y dado que el Tratado de Maastricht mantiene el requerimiento de la unanimidad cuando se trata de asuntos de suma importancia, esto quiere decir que la Unión funcionará con menos agilidad que hasta el presente.

Lo que no sabemos es lo que ocurrirá en los casos -aún más numerosos y, muchos de ellos, importantes- en que el tratado requiere que el Consejo de Ministros se pronuncie por mayoría cualificada. Pues, en estos momentos, la mayoría cualificada son 54 votos, de un total de 76; de modo que, con la oposición de 23 votos, el acuerdo no se puede adoptar. A tal efecto, se atribuyen 10 votos a cada uno de los cuatro grandes (Alemania, Francia, Italia y Reino Unido), ocho a España, cinco a Bélgica, a Grecia, a Holanda y a Portugal, tres a Dinamarca y a Irlanda y dos a Luxemburgo. Las posibilidades de cambio que hay que contemplar son muy variadas, según se incorporen los tres nuevos Estados, o sólo dos, o únicamente uno de ellos; y no se ha fijado todavía cuántos votos serán suficientes para constituir la "minoría de bloqueo": si bastarán, como ahora, 23, o si serán precisos algunos más, puesto que el número total de votos va a aumentar. Parece que España desea que sigan siendo 23, lo que impedirá que los grandes Estados sean desbordados por los pequeños (cuyo número podría incrementarse con la ampliación considerablemente); pero esto da, en cambio, a los pequeños la posibilidad de bloquear más fácilmente un proyecto de acuerdo patrocinado por los grandes. Pues bien: en este punto, aparentemente minúsculo, puede jugarse todo el porvenir político de la Unión. Por eso, mientras no se acabe de aclararlo, es prematuro que el Parlamento Europeo de su conformidad a los tratados; y otro tanto ha de decirse de los Parlamentos de los Estados miembros y, naturalmente, de los cuerpos electorales de los Estados candidatos. Sería firmar cheques en blanco.

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Apenas hecha pública la noticia de los acuerdos alcanzados en Bruselas, el profesor Duverger ha ido más lejos: en un artículo aparecido en Le Monde del 3 de marzo, ha hecho un llamamiento al Parlamento Europeo para que se niegue a aprobar los tratados de adhesión si no es a cambio de un compromiso que garantice, mediante una profunda reforma institucional, la solidez y la eficacia política de la Unión Europea; de no ser así, ésta quedará -nos dice, y no anda descaminado- reducida a la impotencia; y el resultado no será que se habrán incorporado a ella tres Estados más, sino que los Doce habrán pasado a formar, con los recién llegados, la gran zona de comercio libre con que el Reino Unido sueña desde hace 40 años, que no consiguió imponer enfrentándose con la Comunidad y que, finalmente, lograría así instaurar desde dentro de ésta, vaciando a la Unión de una sustancia política. No es seguro que esto vaya a suceder, pero es posible que suceda, lo que basta para justificar el timbrazo de alarma.

Que el Parlamento Europeo quiera o deba poner condiciones de tipo institucional a la aprobación de los tratados, y, en caso afirmativo, cuáles debieran ser tales condiciones es algo que merece examen detenido. En esto, lo mismo que en lo relativo al contenido de esos tratados, hay que abstenerse de improvisar. Lo primero que hace falta, por consiguiente, es tener a la vista el texto completo de los acuerdos, sin omitir detalles, y muy en especial sin omitir nada de lo que respecta al futuro funcionamiento de las instituciones, una vez ampliada la Unión. Porque este extremo es vital. Y el mismo detenimiento será necesario al pasar los tratados por los Parlamentos de los Estados miembros. Cuando está en juego la naturaleza misma de la Unión, dar un salto en el vacío sería una ligereza intolerable.

José Miguel de Azaola es escritor.

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