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'Aiyori aoshi

Fernando Savater

Mikimoto fue el primer apellido japonés que conocí. Figuraba en alguna enciclopedia temprana que leí allá por mis 10 años (probablemente El tesoro de la juventud, al que tanto debo), asentado con ilustre firmeza: "El japonés Mikimoto inventó las perlas cultivadas en l905", Aunque no me gustan las perlas (pero sí la palabra perla), nunca olvidé el nombre ni la fecha de esa hazaña que no me concierne. Después de todo, nuestra memoria funciona como las ostras: un granito insignificante de arena se introduce entre sus valvas y lo vamos recubriendo de capas y capas de nácar hasta que el trastorno se convierte en joya incorrupta y preciosa. Por eso me alegró poder visitar, en la bahía de Toba, la isla de las perlas, centro del imperio industrial fundado por aquel Mikimoto de mi enciclopedia donde buceadoras envueltas en sudarios como monjas acuáticas descienden a buscar los moluscos que colaborarán en el delicado artificio. Mientras recibía las explicaciones del proceso, me dio por pensar que esas perlas cultivadas, naturales y artificiales a la vez, podían representar a Japón mejor que el flamígero sol naciente...Es tópico constatar la coexistencia en el Japón actual de los rituales de la tradición y las urgencias de la modernidad más perentoria. No faltan quienes deploran la paulatina marginación de viejas esencias, olvidando o ignorando que la metamorfosis por influjos occidentales (también China o India están en su occidente) es una venerable tradición nipona. Pueblo inteligente el que no tiene miedo de aprender y cambiar. Las protestas ante la modernización de Japón no suelen ser ideológicamente inocuas. En las cartas de viaje que escribió desde esas islas a Finales del siglo pasado, Rudyard Kipling lamenta que los meiji hayan impulsado una constitución política a la europea y proyectos industriales que desvíen al pueblo nipón de sus tenues artesanías de seda y pincel: "Los japoneses no deberían tener nada que ver con los negocios... Una constitución es la peor cosa del mundo para un pueblo que tiene la bendición de unas almas por encima de la media". Kipling era jubilosa y desenfadadamente imperialista: el mundo se dividía para él en sahibs blancos, destinados al dominio político y al desarrollo, y gente morena o amarilla, buenos cipayos, santones o artistas a los que hay que tutelar con un paternalismo firme pero no exento de cariñosa admiración. Hoy esa misma mentalidad imperialista, ya ni jubilosa ni desenfadada, la encarnan los espiritualistas estetizantes que se quejan de la americanización modernizadora de esos pueblos exóticos "que no son como nosotros"..., pero que por lo visto quieren llegar competentemente a serlo.

¿Puede ser Oriente, y más concretamente Japón, la reserva espiritual de Occidente como supone mi amigo Luis Racionero, de quien fui compañero en nuestro primer viaje a esas islas remotas? Quizá sí, y no seré yo quien desdeñe ningún suplemento de alma para nuestra civilización cojitranca. Espero, sin embargo, que la infusión salutífera tenga vehículos menos atontados que Habla, budita o como se llame el último pestiño cinematográfico de Bertolucci. El budismo zen encierra, sin duda, una gran sabiduría existencial y pensadores como Dogen son de primera fila, aunque me parece que su influencia en la vida cotidiana de los japoneses no es mucho mayor que la de san Francisco de Asís en la de los italianos. Cuando pasó por Madrid Richard Gere le oímos explicar que gracias a Buda ha aprendido a vivir en el interior de sí mismo, y acto seguido se fue al interior de unos grandes almacenes que estaban de rebajas: peores aficiones hay, desde luego, aunque no sé si por esta vía adelantamos mucho. Aprender a poner la mente en blanco, ejercicio apaciguador que ha de costarle menos esfuerzo a Bertolucci que, por ejemplo, a Hegel, es cosa que ningún daño puede hacer, ya que la mayoría de las veces lo que tenemos en mente es cómo aprovecharnos del vecino o el mejor modo de esquivar alguna responsabilidad; si estuviéramos pensando en otras cosas, el perjuicio sería más notable. En cualquier caso, tampoco en Japón esa vía es aceptada como única. En los departamentos de Filosofía que visité de las universidades de Kyoto encontré discípulos de Nishida Kitaro (el filósofo nipón más importante de este siglo, cuyo pensamiento es tan inseparable del budismo zen como el de Zubiri del catolicismo), pero también profesores cuyos mentores son Bertrand Russell o Sartre, y hasta un colega estudioso de ética que había escrito un ensayo sobre... Sherlock Holmes.

Suele afirmarse que en Oriente no se da la oposición occidental irreductible entre el hombre y la naturaleza. Dejemos de lado que tal oposición no es irreductible ni en los estoicos, ni en Spinoza, ni en Goethe, ni en muchos otros de los pilares de la razón europea. Sin embargo, en Japón la omnipresente veneración por los ciclos naturales sufre tal estilización que se convierte en sofisticado artificio cultural. Quizá el color verde del té resulte una sugestión ecológica, pero nada menos natural que los primorosos gestos de la ceremonia del té, cuya minucia recuerda casi los rituales compulsivos del neurótico. Los jardines japoneses están compuestos de estanques y colinas artificiales, piedras sabiamente dispuestas que evocan las islas del archipiélago o sobresalen en una arena rastrillada con cuidado para simbolizar la cima de las montañas entre las nubes: nada nace porque sí, que es como solemos entender lo natural. Para qué hablar de los bonsáis, arbolitos jibarizados, o de las carpas multicolores que gracias a pacientes cruces parecen iluminadas por Juan Miró. ¿Naturaleza? Bueno, pero convertida por el hombre en símbolo, en emblema y hasta en industria, como las perlas cultivadas y los caballos de carreras.

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Otros contrastes con los usos de nuestros conciudadanos europeos resultan más evidentes. Por ejemplo, la pulcritud, muy de agradecer cuando se llega de un país tan entusiásticamente sucio como el nuestro. Los lavabos de cualquier tabernita, los puestos de los mercados más populares, casi todo mantiene la limpieza que aquí difícilmente rescatamos para los quirófanos. O la puntualidad y eficacia en el funcionamiento de los servicios públicos. O la seguridad en la mayoría de los lugares, que permite a muchos todavía dormir sin cerrojos o pasear sin sobresaltos a cualquier hora y por cualquier parte. Por cierto, una paradoja para los comunicólogos que atribuyen a los malos ejemplos vistos en televisión nuestros crímenes de cada día: las pantallas domésticas niponas rebosan agresiva violencia, desde los dibujos animados, en algunos de los cuales se ven escenas que harían temblar a los habituados de una sala X, hasta el sadismo de los concursos, pasando por los omnipresentes telefilmes de samuráis. Sin embargo, las calles de Tokio siguen siendo notablemente más seguras que las de cualquier otra gran urbe: por lo visto, allí las atrocidades televisuales funcionan como desahogo, no como modelo. Hay quien dice que todas estas ventajas se deben a la falta de iniciativa y de espontaneidad del

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