¿'Telebasura' igual a público basura?
Ante las cada vez más numerosas críticas contra el deterioro cultural y ético de múltiples programas de televisión, la justificación por parte de los propietarios de los medios de comunicación y de los periodistas responsables de los reality shows es unánime al señalar que tales espacios responden a la demanda generalizada del público. En voz baja, no se recatan en emplear una terminología más clara y contundente, indicando que el mercado es quien manda. El mercado es el rey.Desde algunas posiciones pretendidamente ilustradas que se presentan alejadas de toda contaminación del barro de los caminos se llega a la misma conclusión, eso sí, indicando con desdén que la sociedad tiene la televisión que merece.
Ambas posiciones coinciden en que "el vulgo es necio, y pues lo paga, es justo hablarle en necio para darle gusto". Es cierto por ser evidente que sin telespectadores dóciles y complacientes no habría telebasura, pero no es menos cierto que en nuestros días, a diferencia del siglo XVII en que escribía Lope de Vega sus versos, existen unos mecanismos muy poderosos y persuasivos que imponen previamente gustos y modas. Actualmente no se debería desconocer, y menos ocultar, que las nuevas tecnologías de la información son capaces de producir imágenes tan potentes y seductoras que es muy difícil despegarse de su influjo. Por eso hay muchos que protestan de la telebasura, pero al mismo tiempo gustan de seguir fielmente sus programas.
En consecuencia, no se puede afirmar con un mínimo de rigor que la telebasura responda a la demanda de los ciudadanos, ya que previamente desde las cadenas de televisión se han fomentado los elementos básicos para que existan telespectadores encadenados. La terminología aquí es muy significativa.
La audiencia no nace por generación espontánea, sino que generalmente se crea. Recientemente, el director general de una televisión privada ha declarado: "Nuestra cadena tuvo que cometer excesos muchas veces deliberados para provocar y llamar la atención". Declaración que debería asumirse también por la televisión pública e incluso por algunos periodistas que en sus contratos incluyen el cobro deprimas por la publicidad que generan sus programas, conculcando el principio ético básico que exige diferenciar información, opinión y publicidad.
Nos encontramos ya inmersos en la nueva era de la información, de la comunicación y de la imagen, cuyas consecuencias en el campo de la cultura, de la información y del desarrollo democrático están aún por clarificar. Desde los medios de comunicación existe la tentativa cada vez más frecuente de tratar la información como una mera mercancía, sometida únicamente a las leyes del mercado. El objetivo principal sería llegar al mayor número de público para obtener los máximos ingresos por publicidad. La supremacía de los cuantitativos se refleja ya en la misma denominación de mass media, medios de comunicación de masas. El peligro que de ello se deriva es considerar a los ciudadanos no como tales, sino como masa, sustituyendo el concepto de público por el de cliente.
Algunos programas de televisión y también determinadas emisiones de radio y secciones de periódicos se están convirtiendo en transmisiones calculadas de mensajes e imágenes con métodos propios del Oeste, de tal manera que los más agresivos, que disparan los primeros, intentan captar la mayor parte de la audiencia y de la publicidad. Algunos periódicos buscan los titulares más sensacionalistas y los medios audiovisuales transforman sus programas en espectáculos con la presentación de las imágenes más chocantes destinadas a producir únicamente sensación y emociones inmediatas y a satisfacer frustraciones y deseos inalcanzables, apelando incluso a los instintos más primarios de los ciudadanos.
En esta situación, los programas de telebasura y otros semejantes no pueden justificarse con la coartada de la demanda del público o una audiencia que se intenta configurar previamente. La posición pasiva y acrítica del público ante los medios de comunicación les deja indefensos ante sus posibles efectos negativos y recuerdan los primeros años de la letra impresa. Para evitar toda manipulación, es necesario que los ciudadanos sean conscientes de que la información es un derecho fundamental que les pertenece y que debe ser tratada como tal y no como mercancía por los medios de comunicación. Hay que fomentar la creación de asociaciones de usuarios de la comunicación y facilitar desde la escuela una educación sobre los medios de comunicación y un aprendizaje de su lenguaje conocido y empleado por todos, pero sólo verdaderamente entendido por unos pocos.
Junto a la reacción de los ciudadanos, la ética tiene un carácter transversal que debería impregnar todos los contenidos de los medios de comunicación. No es un recurso retórico apelar a la necesidad del autocontrol ético de los códigos deontológicos, que deben ponerse en práctica urgentemente a través de la configuración de mecanismos correctores correspondientes y de sanciones adecuadas.
Información, formación y diversión son los fines clásicos de los medios de comunicación y los tres son legítimos a condición de que no se confundan mutuamente o no se altere su posición jerárquica: la formación y la opinión serán positivas siempre que no desinformen y la diversión y el espectáculo siempre que no deformen.
Sólo si los códigos éticos fuesen suficientes no habría necesidad de la utilización de la coacción externa de las normas jurídicas para poner freno a los programas de telebasura o espacios periodísticos semejantes.
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