Nueva comprension de la sexualidad
Lo primero que quiero subrayar es que los cambios que se están dando en el terreno sexual no son efecto de la casualidad ni de la perversidad. Tienen su raíz en un nuevo paradigma cultural que introduce una nueva percepción de la realidad sexual y conlleva una modificación de muchas normas y costumbres.A este cambio, muchos lo llaman crisis. Pero entendiendo por crisis una lamentable degradación del sentido ético. Yo no niego que exista ese deterioro de la eticidad sexual, pero no admito que deba atribuirse a las causas reales que, con toda justicia, están provocando una nueva manera de entender la sexualidad y la convivencia sexual.
Es un error pensar que la moralidad como reguladora de la conducta humana, debe ser siempre la misma. No pueden cambiar, es cierto, determinados principios que sustenten la calidad y universalidad del ser humano. Pero esos principios tienden a configurarse históricamente de diversa manera, por exigencia misma de las ciencias humanas, que ahora abren a la conciencia aspectos desconocidos y, por tanto, nuevos de la realidad. Es la realidad la que manda, no el capricho ni el vicio.
Por ello, pienso que tras el inmovilismo de muchos existe ignorancia, fijación en parciales e imperfectos paradigmas culturales del pasado. En el fondo, son gentes que confunden la moralidad con un modelo cultural concreto. Lo cual equivale a querer convertir la realidad, que por sí misma es dinámica, en estática. Es innegable y positiva la evolución del pensamiento humano, en cuanto descubre siempre aspectos ignotos de la realidad. El conservatismo moral tiene su aliado más pertinaz en la ignorancia. Y la ignorancia, lo sabemos, cristaliza el fanatismo.
De acuerdo con esto, diría que ha sido demasiado el tiempo transcurrido hasta producirse esta crisis. Por lo menos en lo que se refiere a su aspecto central. Muchas apreciaciones y planteamientos no podían cambiar porque no aparecían razones para motivar ese cambio. Pero ha habido un aspecto en el que el cambio no sólo se ha retardado, sino que se ha producido en sentido contrario. Me refiero a la desestima y menosprecio de la persona.
La historia de la ética indica que ésta ha compartido con naturalidad enormes vejaciones y discriminaciones de la persona. Los mil y un atropellos de la dignidad humana, tan repetidos y tan generalizados, revelan que algo muy importante fallaba. Yo creo que el cráter que ha permitido esa devoración ha sido el fuego de un egoísmo y soberbia desalmados, alimentados por razones de uno y otro género.
Si nos referimos a la moral cristiana, la paradoja resulta mucho más fuerte. Pues yo diría que la enseñanza de Jesús se centra en la afirmación de la dignidad de la persona. Jesús no tolera nada que dañe o menoscabe esa dignidad. Y diría más: Jesús sufrió un proceso ignominioso y una muerte ignominiosa por defender la dignidad de la persona.
Extrañamente, la historia de los que se afirman seguidores suyos está atravesada por sombras muy fuertes de menosprecio a la persona. Ha prevalecido un determinado modelo ético que ha, desatendido y postergado esa dignidad. Los poderes anónimos de la naturaleza, de la ley, de la autoridad, de las clases, le sustrajeron frecuentemente su autonomía y libertad.
Ese modelo ético preconizaba, por encima de todo, un orden piramidal, jerárquícamente constituido, para la familia, para la sociedad, para la política, dentro del cual la persona no era lo primero, sino, lo segundo. La persona no tenía valor por sí misma, sino por el lugar o papel que representaba.
Las personas no eran seres iguales, sino desiguales. La desigualdad en las relaciones y en la convivencia venía expresada como algo esencial. En virtud de esa desigualdad, unos eran más y otros eran menos; unos estaban arriba y otros estaban abajo; unos mandaban y otros obedecían; unos eran señores y otros eran esclavos.
Justo lo contrario de lo enseñado rotundamente por Jesús: "Todos vosotros sois hermanos; no os dejéis llamar padre, ni maestro, ni señor; en todo caso, el que entre vosotros quiera ser el primero, que sea el último".
Es decir, que por debajo de todas las discriminaciones y arbitrariedades contra la persona subyace un modelo ético al que le es sustancial la desigualdad y el consiguiente menosprecio.
No sé si este punto de partida es válido para esclarecer lo ocurrido en el campo específico de la sexualidad. Yo creo que sí.
Escribe el doctor Swang: "Por fin podemos entender, después de dos mil años de aberrante desprecio oficial por las alegrías de la carne, que la satisfacción efectiva y perdurable de la necesidad sexual' es una de las condiciones necesarias de la realización humana... ¿Cómo perdonar a quienes han condenado a cincuenta generaciones de cristianos a la vergüenza, a los remordimientos, al divorcio permanente y desgarrador entre los deseos individuales y la moral oficialmente reconocida, encerrada en corazas represivas, provocando ese malestar de la civilización que inspira a Freud pesimistas reflexiones?".
Desde luego, una cosa es clara: la existencia de una moral que ha pretendido desterrar la sexualidad del ser humano. Este destierro ha supuesto un hecho violento: echar fuera una parte íntima de su ser, como si la sexualidad fuera una tierra forastera, inhóspita, peligrosa.
Pocas cosas son comparables a esta hostilidad que se ha intentado establecer dentro del ser humano. Este caminar consigo, pero con la conciencia de ser enemigo de sí, es lo que ha originado una cultura represiva. Represión que se cimenta sobre el hecho de un dualismo -filosófico, teológico, ético- que escinde el, ser humano en dos partes: una buena y otra mala.
Ahora, el problema está en que, metafísicamente hablando, la dualidad del ser humano en dos partes opuestas se tiene que hacer rompiendo la unidad y estableciendo entre ambas una relación de enemistad.
Son muchas las explicaciones que se pueden dar a la represión sexual, pero ésta es básica y condicionante de muchas. La conciencia secular y generalizada de la sexualidad como pecado, de peligro o miedo ante ella, de ocultamiento o de castigo, de indignidad o de vergüenza, tiene aquí su clave. Claro que uno se pregunta enseguida: "¿Esta conciencia tan sostenida a lo largo de toda la humanidad no indica que debe estar fundada sobre algo natural? ¿No será verdad que la persona es dual y enfrentada entre dos elementos irreconciliables: el espiritual y el corporal? ¿La irreconciliabilidad es natural o es cultural?
Este rompimiento de la unidad de la persona y este dualismo maniqueo nos ponen en la pista para poder responder a estas preguntas:
1. ¿Por qué en la moral cristiana la sexualidad ha sido reprimida y condenada?
2. ¿Por qué el placer sexual ha sido tan denostado y descalificado?
3. ¿Por qué tanta severidad para juzgar las transgresiones sexuales?
4. ¿Por qué la indiscutida inferioridad de la mujer y su señalamiento como peligro y seducción?
5. ¿Por qué sustraer a la sexualidad todo otro sentido que no sea el de la finalidad procreativa?
6. ¿Por qué anatematizar toda otra actuación sexual que no sea la matrimonial?
Se dirá lo que se quiera, pero yo opino que la persona es una y unitaria y que la bondad o maldad al atribuirla a ella debe hacerse a la totalidad, y no a una de sus partes, concretamente a su cuerpo. Lo cual quiere decir que la existencia humana puede ser dominada por el mal o alienada por errores, pero no se puede establecer como principio que el mal o el error tienen como origen la corporalidad.
Va a ser muy difícil invertir la cultura que da por válida. la desigualdad de los seres humanos, pero va a ser mucho más difícil cambiar las ideas de que las personas, en cuanto sexuales, en cuanto varones y mujeres, poseen una unidad paritaria, que no permite establecer una identificación de lo espiritual con lo bueno y de lo material con lo malo, ni encumbrar lo masculino como superior y lo femenino como inferior.
Está aquí, creo yo, el portillo que abre la puerta a todas las prevenciones y condenaciones de la carne y a todas las marginaciones y dominaciones de la mujer.
No se trata de ir contra el cuerpo ni de montar guardia contra la mujer. Eso es errar el blanco. Hay que ir contra una filosofia que sanciona la desigualdad de los seres humanos y desprovee a la. persona de dimensiones que le son esenciales. La corporalidad y la feminidad son elementos constitutivos de la persona, no accidentes extraños. Y no hay razones para ponerlos en planos de devaluación o inferioridad.
Mientras no dejemos de seccionar el ser humano y de clasificarlo en términos de bueno o malo, de superior o inferior, no dispondremos del enfoque adecuado para una valoración justa de la sexualidad.
La sexualidad no es sujeto de nada. Por tanto, no es ella la responsable de nada, del bien o del mal, del odio o del amor, ni es la que, directamente, puede ser educada o no. La sexualidad tiene sentido dentro de la persona, como una dimensión suya, pero no marginal o desconectada.
Quiero decir que la suerte de la sexualidad va unida a la suerte de la persona. Una buena o mala educación de la persona se traducirá en una buena o mala educación de la sexualidad. Sólo la persona es sujeto moralizable o educable.
La conclusión es muy simple: los tan lamentados abusos o fracasos sexuales son abusos o fracasos de la personalidad. Y más remotamente, de la ética y cultura establecidas.
Y cuanto se diga de la sexualidad, en su favor o en contra, habrá que analizarlo como dicho en favor o en contra de la persona. Y, en este mismo sentido, creo que una verdadera revolución sexual no puede darse si no supone una revolución personal. La cultura, que debe guiar esta revolución, o es personal, con afirmación de su dignidad, actitudes, valores y derechos fundamentales, y entonces llegará a buen puerto, o es antipersonal, desatendiendo las exigencias naturales de su humanización, y entonces demostrará su descarrío.
es teólogo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.