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Las verdades del banquero

Durante siglos, los hombres han rendido culto a los valores bancarios, pero quedaban obligados a fingir que prestaban alguna pleitesía a los morales. Hasta que ha llegado un tiempo en que, acrecentado al límite aquel culto, tenía que adelgazarse el velo de pudor que lo cubría. Si antes la práctica moral solía entrar en conflicto con su teoría, parece que en adelante no habrá más teoría moral que la que mejor se acomode a la práctica. Ha sido el momento en nuestro país de la salida a escena del banquero moralista y de la presentación de una ética bancaria. De esto hace casi un año y, que uno sepa, aquí no se han oído ni pitos ni pateos. (Posdata: entretanto, acabamos de asistir a la estrepitosa caída de otro genio de las finanzas. Pregunta nada ociosa: ¿y si los "artificios contables" que se le achacan fueran justamente la prueba de su fidelidad a aquella celebrada ética bancaria?).Cuando un banquero anuncia la implantación de un código ético en su banco, se diría que comete una redundancia. Como principal artífice de nuestro carácter y depósito de costumbres, nada más moral que la banca, ni juicios morales más reverenciados que los que ella pronuncia, ni crédito más firme que el que otorga. No hay otra moral que la del interés... compuesto. En esta función de fomento de la moralidad reinante, todo banco es igualmente emisor. De suerte que la pretendida búsqueda de una ética doméstica para uso bancario, como si fuera la aplicación de alguna otra magna ética a la que la banca se somete, resulta más bien una aguda maniobra financiera. Todo indica que ya no es la ética la que juzga la licitud de los negocios, sino el mundo de los negocios el que dicta sus leyes como normas morales y se atreve a fijar los límites a la ética.

De modo que la llamada ética de la empresa viene a ser simplemente la absorción de la ética como un departamento más de la empresa. La de la banca, una ética a la altura de las necesidades bancarias, que han llegado a ser las nuestras. Ya se nota que, de Aristóteles para acá, hemos avanzado mucho en esta materia. Aquél veía en la crematística la corrupción de la economía, que era una parte de la filosofia práctica junto a la ética y la política. Hoy, en cambio, ética y política constituyen apartados menores de una economía cuya vocación auténtica es la crematística.

Pero daría lo mismo decir que estamos ante una versión secular del afamado milagro de la transustanciación. Un milagro por el que la banca, sin dejar de ser banca, se vuelve una institución ética; un prodigio por el que el valor dinerario, sin dejar de serlo, se convierte en el valor moral por excelencia. Bien mirado, tampoco es tan extraordinario. En su papel de conciliador universal de los contrarios, como hermanador de los imposibles, el dinero puede unir en fértil matrimonio a las finanzas con la ética. Reconfortado por esa posesión inmarchitable, parecerá que el magnate se dispone a servir a dos señores cuando en realidad sólo se aviene con el señor de todos.

Se trataría, en suma, de aquella transvaloración de los valores que Nietzsche postulé a su manera y que hoy día el banquero se afana en poner en práctica a la suya. Pero que nadie se haga cruces ante la súbita conversión del prohombre. Como aquel filósofo ya advirtió que "la moral del mercader no es más que una moral de pirata, pero más discreta", nuestro banquero ha tomado por moral una simple operación de maquillaje. A la ética por la cosmética: ése es el lema. Un leve retoque a su etimología y nada podría cuadrar mejor a la cosmética que ser entendida como la vigente ética del cosmos. Así que el prometido código bancario habrá de ser a lo más un manual de buenas maneras, un breviario de estilo para directivos y empleados. Según ese decálogo, los sublimes valores que han de gobernar la banca -y a la sociedad que ella administra- se llaman honorabilidad y profesionalidad. Una honorabilidad, es de prever, algo distinta de la que lleva a los miembros de la Cosa Nostra a considerarse también "hombres de honor". Y una profesionalidad que por sí misma (y con tal de ser lucrativa) haga buena toda profesión en que se ejerza; un sentido profesional que dote a su feliz poseedor de la capacidad de prescindir con buena conciencia de cualquier otro sentido...

Pero si no es más que eso -y no puede ser otra cosa-, ¿en qué se queda esta rimbombante ética bancaria? Ante todo, en aquella rancia moral de las apariencias que sólo es la caricatura más acabada de la ética. Degradado el lenguaje a mercancía, hay vocablos -véase ética o filosofía- cuyo significado por lo general se ignora, pero cuyo tráfico supuestamente dignifica a quien los invoca. La apelación a la ética suele ser así el homenaje que el vicio satisfecho rinde a la virtud en que no cree. Lo que le importa al empresario o al banquero, si quieren seguir siéndolo, no es la entraña moral de la economía, esa ciencia ascética y predicadora del ahorro; les importa más bien el contenido económico de la moral. Cada vez que reconocen que alguna decencia en sus tratos les sería más provechosa que lo contrario, consagran la pauta de la decencia si ésta engorda la cuenta de resultados. En una palabra, confiesan que no les guía valor moral más excelso que la rentabilidad.

Como es natural, estos celosos guardianes de la moral empresarial y bancaria no abordan un solo problema de ética. Tocan, eso sí, problemas legales y demuestran de paso el innegable predominio del poder privado sobre el público. Las altas empresas proponen establecer un código para conductas irregulares que el Estado, por lo visto, no reprime con el debido rigor. De modo similar, lo que debían ser delitos bancarios ya contenidos en el Código Penal (discriminación indebida en los créditos, comisiones abusivas, cláusulas fraudulentas, tráfico de información privilegiada, etcétera) serán incluidos por la banca como imperdonables descuidos de su imagen en su particular código moral. 0, lo que es igual, puesto que los ciudadanos no somos quiénes para poner coto a la banca, que sea la banca misma la que se recete su propia medicina.

De las relaciones últimas entre la economía y la moral, de eso los expertos en ética bancaria no dicen ni palabra, no fuera a ser que obrar según las leyes económicas imperantes obligara a suspender las morales, y viceversa. Y así se viene a suponer que la banca es una institución y las financieras unas actividades que, como tales, constituyen algo de por sí bueno y justo o al menos indiferente. Si en ellas se diera alguna desviación, habrá que achacarla a causas ajenas a la esencia de la banca misma; verbigracia, a las flaquezas humanas de sus directivos y altos empleados. De manera que, para no empañar la santidad de la banca, vigilemos a lo más al ethos personal del banquero, pero manténgase sin cambios el ethos social bancario. Fuera de eso, la ética nada tiene que decir de la compraventa de dinero o de la lógica del capital e interés. La usura, la sospecha, el secreto, el desprecio y la explotación de las necesidades humanas más acuciantes.... que constituyen las piedras angulares del negocio bancario, deben caer lejos de la jurisdicción de la ética. A esto, a proclamar su impertinencia en materias de banca, se reduce la enseñanza entera de la ética bancaria.

Que ante semejante pretensión moralizante del magnate no se hayan estremecido de rubor los cimientos mismos de sus templos financieros, que no haya estallado la gran carcajada universal.... es un penoso indicio del abotargamiento colectivo. Quién más, quién menos, todos hemos contribuido a esta miseria del laisser-faire, laisser-passer moral. Siempre quedaba bien en la cháchara corriente aquello de "es perfectamente legítimo que cada cual...", sobre todo cuando la tolerancia hacia las ideas ajenas procede de la debilidad de las propias y se consiente la torpe conducta del otro a fin de asegurarse el favor para la de uno mismo. Lo contrario era exponerse al temible riesgo de pasar por moralista. Ésta es tarea que venimos confiando al obispo y, en los últimos tiempos, también al banquero. Y en ésas estamos.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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