La desidia se paga (o debería)
AL CIUDADANO español no le faltan armas legales para lograr resarcirse de los peduicios que pueda causarle el anormal funcionamiento de la justicia o de otras administraciones y servicios públicos. Pero en la práctica los inconvenientes son múltiples y, con frecuencia, insuperables. El mayor: que sea la instancia causante del daño la que decida sobre su reparación. No es extraño, pues, que en ese contexto los criterios manejados para valorar el daño sean más bien restrictivos y que la cicatería sea la tentación permanente a la hora de resarcirlo. De ahí la significación que tiene que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) haya sustituido esas pautas por otras más ecuánimes a la hora de informar favorablemente el pago de 50 millones de pesetas a varios ciudadanos perjudicados por el anormal funcionamiento de la justicia.Pero la decisión del CGPJ es significativa también, y sobre todo, por lo que tiene de síntoma de que la impunidad de la maquinaria judicial, y especialmente la de los jueces en el ejercicio de sus funciones, comienza a ser cosa del pasado. Un rasgo diferencial del Estado democrático respecto del autocrático o autoritario es, justamente, el de disponer de un sistema equilibrado de responsabilidad política y administrativa de modo que el ciudadano no quede inerme frente a la arbitrariedad o la ineficacia del poder.
En España, para cualquiera es evidente el camino que queda por andar en este terreno tras los intentos de modernización del Estado vinculados a eslóganes electorales del tipo del cacareado Para que España funcione. Una muestra: el absurdo caso del embargo hecho a un ciudadano por una multa de tráfico que había pagado mediante un giro postal que Correos extravió. Pero al menos en el ámbito de la Administración de justicia estos intentos no han resultado fallidos del todo, y un cierto equilibrio entre administrador y administrado ha comenzado tímidamente a tomar cuerpo en la realidad, como lo pone de manifiesto la reciente decisión del CGPJ. Hechos tales como el retraso indebido en la tramitación de una querella o de un embargo, la dilación de causas que provoca la prescripción del delito denunciado, la gratuita actuación violenta de la policía en un registro domiciliario autorizado por el juez, el extravío de documentos decisivos para el proceso o la pérdida de objetos depositados en el juzgado dejarán de ser obra de autor desconocido.
El Estado ha decidido dar la cara y hacerse responsable económico del daño ocasionado al ciudadano. Claro que la responsabilidad debería tener una dimensión personal, además de económica. Es decir, que debería alcanzar, en estricta justicia y por coherencia, al autor material del desaguisado de modo que su desidia, su falta de diligencia o su rutina burocrática no repercutan exclusivamente en los bolsillos del contribuyente.
Es cierto que la responsabilidad personal de los jueces por los errores y daños imputables a su actuación y, en general, la de los funcionarios públicos por sus decisiones respecto de los administrados es una cuestión delicada y de difícil objetivación. Pero no lo es menos que los Estados modernos deberán abordarla alguna vez si no quieren que lo público siga siendo en gran medida sinónimo de ineficacia e impunidad. Si la relación entre gobernantes y gobernados ha de cambiar en el sentido de que los últimos sean tratados de una vez como ciudadanos, y no como súbditos, lo primero que se necesita es un sistema legal acorde con la nueva relación. Es decir, un sistema que permita a los gobernados exigir a los gobernantes las responsabilidades que procedan por su gestión.
Mientras no sea así, la ineficacia, el despilfarro, la impunidad, incluso la corrupción, tendrán las mayores facilidades para florecer entre los entresijos del entramado administrativo. Los presupuestos públicos dan para muchas cosas (y no siempre buenas), por más aguda que sea la crisis económica de turno.
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