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Los fenicios subieron a la meseta

Sabemos por la historia que las grandes rutas de los metales que atravesaban el Mediterráneo -de este a oeste- durante el segundo milenio antes de Cristo estaban surcadas por los navíos de un dinámico pueblo que vivía en los actuales territorios de Siria, Líbano e Israel. Ahora, las elecciones celebradas el pasado domingo por la Federación Socialista Madrileña (FSM) para designar a sus 52 delegados en el 330 Congreso del PSOE permiten conjeturar que aquellos intrépidos comerciantes dedicados al tráfico, el intercambio y la compraventa no se establecieron solamente en el litoral meridional de la península Ibérica, sino que también subieron hasta la meseta para legar a la posteridad su calculador código genético. Al menos así parece indicarlo la curiosa noticia de. que. la tendencia de la FSM denominada oficialmente renovadores por la base sea conocida entre, sus compañeros con el sobrenombre de fenicios.

La dislocación de la antigua mayoría del PSOE tras la estructuración de los seguidores de Guerra como disciplinada corriente organizada ha creado amplísimos espacios para que grupos reducidos de militantes unidos por intereses, agravios o ambiciones intenten alzarse con el santo y la limosna, dentro de esa organización dividida, mediante el procedimiento de chalanear sus apoyos a renovadores y guerristas. A diferencia de las corrientes definidas -al estilo de Izquierda Socialista- por una plataforma ideológica y una historia coherente, esas bisagras oportunistas -al estilo de los fenicios madrileños- surgen sólo en coyunturas excepcionales, al igual que los hongos tras una buena tormenta o un largo diluvio.

Dentro de esa taxonomía no es fácil clasificar a los integradores, aspirantes a constituirse en un aristotélico término medio entre los seguidores de Felipe González y los partidarios de Guerra. El diagnóstico resulta especialmente enrevesado en el caso de Juan Barranco, que encabezó anteayer -en nombre de la integración- una candidatura formada por guerristas, antiguos carrillistas y fenicios, finalmente derrotada por la lista de renovadores y de Izquierda Socialista, presidida por Joaquín Leguina. Durante las elecciones municipales de 1991, el enfrentamiento entre Barranco y Álvarez del Manzano planteó a muchos desesperados madrileños un dilema casi bíblico: tirarse al Tigris con el candidato del PSOE o arrojarse al Éufrates con el candidato del PP. Tal vez Barranco haya llegado a la razonable conclusión de que sus intentos de recuperar la alcaldía significarían para Álvarez del Manzano un seguro de vida, política gratuito; en tal caso, su insistencia en presentarse como mediador universal de conflictos, pese a que una de las partes rechace sus servicios, no sería sino una laboriosa forma de buscar nuevas oportunidades para su carrera de profesional del poder. Sin embargo, la pirueta de Barranco al encabezar la lista anteayer derrotada hace sospechar que -como hubiese escrito Martínez Sierra- en el corazón de cada integrador duerme un guerrista.

La victoria de Leguina constituye un premio a la originalidad, el valor y la libertad de expresión en la práctica del oficio de la política, ejercido mayoritariamente por escalafonistas prudentes, mudos funcionales y héroes siempre dispuestos a marchar en socorro del vencedor. En el acto de presentación de uno de sus libros, Leguina propuso a los asistentes, aprovechando un comentario acerca de los eventuales daños causados por las virtudes privadas a los destinos públicos de los políticos, fletar un autobús para viajar a Florencia y escupir todos juntos sobre la tumba de Maquiavelo. Aunque el presidente de la Comunidad de Madrid no haya organizado todavía esa prometida excursión, las líneas maestras de su conducta parecen indicar que la idea le sigue rondando por la cabeza.

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