Sangre reseca en las calles de Ocosingo
La ciudad que registró los más cruentos choques de la revuelta de Chiapas recupera la normalidad
ENVIADO ESPECIALEs mediodía del miércoles en la blanca y sencilla plaza de Ocosingo, el, municipio de unos 30.000 habitantes que ha vivido los más cruentos combates entre el Ejército mexicano y los guerrilleros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). La fachada chamuscada y ennegrecida del Ayuntamiento, donde se hicieron fuertes los rebeldes, los disparos sobre la torre de la iglesia colonial y los charcos de sangre reseca que se desparraman por todo el mercado indígena dan fe todavía de los días de encarnizada lucha pese a los esfuerzos en las últimas jornadas del Ejército por limpiarlo todo.
Sólo el ruido atronador de los helicópteros que sobrevuelan la villa ofrecen un signo contemporáneo. El resto de las escenas de Ocosingo reviven fielmente las imágenes del México revolucionario. Cientos de soldados, chaparritos y asustados, vigilan los alrededores, están apostados en los tejados, circulan en camiones u observan las encrucijadas de las calles desde sus tanques.
Sus jefes y. oficiales platican indolentemente a las puertas del Palacio Municipal, un eufemismo triunfalista con el que los vecinos de Ocosingo se, refieren al humilde edificio de dos plantas de su Ayuntamiento. "No nos otorguen fama de asesinos y despiadados porque nosotros sólo cumplimos órdenes emanadas del presidente y de la Constitución", exclama un oficial, mientras añade: "No hubo más remedio que bombardear con la aviación, porque algunas plazas que habían tomado los transgresores no podían recuperarse en combates por tierra".
Se muestra remiso a hablar con los periodistas y se niega a facilitar su identidad, pero en él se aprecia bien a las claras que desea que los políticos carguen con sus responsabilidades y que los militares, en su opinión, son unos simples mandados.
Marginación de siglos
A un lado de la plaza se alza una humilde y blanca iglesia de estilo colonial regida por el dominico navarro Pablo Iribarren, de 58 años, y que ha dedicado más de 30 a tareas evangelizadoras en México. A la sombra de los soportales que rodean el pequeño jardín parroquial, Iriarren no duda al señalar: "La marginación de siglos y las endémicas carencias de sanidad, de educación, de comunicaciones y de unas condiciones dignas de vida de los indígenas están en el origen de la sublevación campesina de Chiapas".
Se llevó un susto de muerte cuando en la madrugada el Año Nuevo se acercó a la verja del jardín para despedir a unas monjas que habían acudido a la cena de Nochevieja. "Los zapatistas estaban apostados a 50 metros de la entrada con sus fusiles en ristre y cuerpo a tierra, pero no se inmutaron cuando nos vieron salir2 comenta Iribarren.
Los rebeldes ya se habían desplegado para tomar el pueblo. En la mañana del 1 de enero y tras una batalla de horas con el destacamento policial de Ocosingo, unos 600 zapatistas (una cifra que revela que el contingente de guerrilleros en Chiapas es muy elevado) ocuparon el Ayuntamiento, algunas de cuyas dependencias incendiaron, al igual que la sede de los juzgados.
Desde la estación local de radio lanzaron sus proclamas revolucionarias de reforma agraria, mejoras sociales y dimisión del Gobierno presidido por Carlos Salinas de Gortari.
Ejército a un lado de la plaza, Iglesia al otro, fueron actor y testigo, respectivamente, de la encarnizada batalla que el 2 de enero desalojó a los zapatistas de Chiapas con un balance de muertos que el padre Iribarren estima en un mínimo de 35 víctimas, 12 de ellas civiles. La calma que ha sucedido a la batalla ha colocado al pueblo campesino en el centro, de la plaza, formando una larga y sinuosa. cola que termina junto a las bolsas de comida que el Ejército reparte a la puerta del Ayuntamiento ante la escasez de víveres. Arroz, fríjoles, un par de latas de sardinas y algo de fruta y dulces cargan las mujeres, mestizas e indígenas, murmuradoras y regordetas, que componen esta multicolor fila de cientos de personas.
Mientras unas nubes bajas oscurecen un tanto el implacable sol de estas zonas selváticas, una espectacular y grotesca caravana de coches irrumpe en la plaza. Manuel Camacho, comisionado para la Reconciliación y la Paz, y el obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, comienzan a repartir saludos y parabienes entre las mujeres de la cola. A pesar de los requerimientos del obispo para que dé un pequeño mitin, Camacho insiste en "platicar cosita a cosita". No obstante, el prelado no ceja en su empeño y conduce a la pintoresca comitiva hasta la iglesia, donde reza unas palabras de diálogo y de reconciliación ante un auditorio abarrotado de periodistas y desierto de -fieles.
Mientras Camacho trata de subraya que el Ejército permanecerá en Ocosingo "el tiempo que haga falta", Ruiz promete su mediación y sus auxilios espirituales. Comienza a anochecer en Ocosingo cuando la caravana inicia el regreso a San, Cristóbal de las Casas. En la plaza central de Ocosingo ha aumentado la cola de mujeres en busca de bolsas de comida. A un lado, el Ejército, al otro la iglesia. Como siempre. Las promesas de Camacho han quedado flotando en el espeso aire de la selva.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.