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Volvamos a la Seguridad Social Profesional

Nos cuesta trabajo admitirlo, pero el Estado universal ha dejado de existir, y con él cuantos proyectos utópicos alimentaron el sueño de todas las generaciones de la edad contemporánea, desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. Hemos pensado durante dos siglos que el papá Estado hegeliano era omnipotente y todo podía conseguirlo, y ahora descubrimos que aquello encubría simplemente una tentación totalitaria, como fónicamente repetía Jean-François Rey. El Estado se encuentra en bancarrota y retrocede en todos los países, no sólo por los embates neoliberales, sino por su distinto papel e importancia en la modernidad, ante la competencia de los espacios económicos transfronterizos, de las regiones y de las propias empresas multinacionales.Una de esas tentaciones ha sido la hermosa perspectiva de una Seguridad Social universal que abarcara en su protección a todos los ciudadanos contra todas las contingencias posibles y en base a impuestos, no a cotizaciones. Hermosa, pero endiabladamente cara. En España, primero por la asistencia sanitaria, después por las prestaciones por desempleo, finalmente por el crecimiento de la población pensionista, esa Seguridad Social también se encuentra en enormes difilcultades financieras y gestoras, y se plantean recortes absolutamente impopulares de todos conocidos a través de la prensa. Los motivos fueron denunciados hace ya años por Cruz Roche en su Análisis económico de la Seguridad Social española 1972-1982, y consistían, según él, en las cargas indebidas y el clientelismo, pero, pese a ello, pretendemos continuar una' expansión sobre el mismo sendero universalista que terminará agotando todos nuestros recursos. No hay trabajadores y empresas suficientes, ni tampoco tesorería del Estado, para hacer frente a todas las obligaciones aseguratorías ocasionadas.

Uno de los ingredientes con los cuales se ha fraguado la actual ambición se remonta a lord Beveridge, quien, a principios de los años cuarenta, en plena Guerra Mundial, escribió su best-seller Social Insurance and allied services, donde indicaba que poco importa que la pierna nos la hayamos roto en la empresa o en un accidente de tráfico, porque las necesidades asistenciales son las mismas. A partir de él comenzaron a confundirse los riesgos profesionales y los riesgos comunes, y el sistema unitario de Seguridad Social nacido del Plan Beveridge acogió por igual a los llamados riesgos profesionales y a los riesgos comunes. Como consecuencia, en nuestro país tenemos hoy día una cotización elevada, con la cual se abonan prestaciones por situaciones de infortunio indiscriminadas, tanto se produzcan en los centros de trabajo como practicando un deporte de riesgo en las vacaciones. Trabajadores y sindicatos se muestran contentos con el sistema, que en sí mismo parece irreprochable. Lo malo de él es que encarece los costes laborales unitarios hasta extremos insostenibles, y que los empresarios (véase EL PAÍS del 7 de noviembre) trasladan a los salarios, a los trabajadores y a los sindicatos las culpas de los elevados precios y de la inflación: al trasladar el Estado a los empresarios el coste de esa Seguridad Social mediante las cotizaciones, aquéllos se revuelven contra los más débiles, y no contra el poder político. Se envenenan así las relaciones industriales, se pone en entredicho la función de los sindicatos, y los no muy boyantes salarios españoles se ponen en cuestión.

La situación expuesta no debiera mantenerse durante estos tiempos de crisis. No parece oportuno que las empresas paguen la generosidad del Estado, y hasta llega a ser discutible que se cubran con cotizaciones laborales los infortunios de cualquier tipo que los ciudadanos sufran en su domicilio, en sus vacaciones, en sus momentos de ocio. Las empresas deben quedar liberadas de todo lastre indebido; si no queremos transformarnos en el desierto de los tártaros, cada uno debe asumir su propia responsabilidad. La actividad asistencial del Estado debería separarse nítidamente de la Seguridad Social, porque la unidad de gestión que propugnara lord Beveridge va a terminar con la Seguridad Social estricta, la laboral, por causa de las adherencias complementarias. Así pues, la asistencia sanitaria general y la asistencia social deberían quedar fuera del sistema de la Seguridad Social, y no dentro (como ocurre actualmente, pese a su gestión diferenciada a través del Insalud y del Inserso). Correlativamente, las empresas y trabajadores sólo deberían asumir, vía cotizaciones, el coste de las contingencias profesionales, entendiendo por tales las producidas por accidentes de trabajo (incluso los in itinere), enfermedades profesionales, jubilación y desempleo. Finalmente, los ciudadanos, por nosotros mismos, tendríamos que asumir el coste de las contingencias comunes, es decir, incapacidad e invalidez debidas a accidentes o enfermedades que nada tuvieran que ver con la actividad laboral.

Las repercusiones económicas de la división propuesta son, significativas, aun cuando su cuantificación resulta difícil con las actuales cuentas de la Seguridad Social. Si nos centramos en el dato de cuánto menos habría que cotizarse por empresas y trabajadores si restáramos lo que corresponde al Estado y lo que es de cada ciudadano, no creo que el porcentaje estuviera ni en el 29,3% menos, que corresponde al tipo de cotización establecido por la Ley de Presupuestos para 1993 por contingencias comunes, ni en el 0,62% menos, equivalente al coeficiente reductor establecido en la misma ley para las empresas excluidas de contingencias comunes. A mi juicio, el porcentaje de reducción de cuotas habría de estar en torno al 6%, en base a lo siguiente: de los 8,6 billones de pesetas que cuesta la Seguridad Social, según datos del Anuario de estadísticas laborales para 1991, del Ministerio de Trabajo, los gastos por las contingencias comunes aludidas significan aproximadamente el 7% del total. Pero esa cifra no la pagan exclusivamente empresarios y trabajadores, pues existe la aportación del Estado, que, aunque centrada básicamente en la protección asistencial y en la sanidad, también abarca algunas contingencias en régimen de cobertura mixta, y de ahí la disminución a seis puntos que se propone, indicativamente, en la cotización a la Seguridad Social profesional. Empresas y trabajadores ahorrarían de esa manera una cantidad apreciable, y los injustos reproches al coste salarial no tendrían razón de ser.

Pero los ciudadanos tendríamos que hacer frente por nosotros mismos a las contingencias comunes, al riesgo de accidentes y enfermedades contraídos sin ninguna relación con la actividad laboral. Para los trabajadores, una parte de ese 6% liberado de las cotizaciones repercutiría en el salario positivamente, pero a cambio quedarían desprotegidos ante los infortunios señalados. No creo que el Estado debiera permitir el aseguramiento libre de tales contingencias, en el sentido de que cada cual procediera a asegurarse o no, según sus deseos, en entidades privadas o públicas, para la eventualidad de quedar inválido en un accidente de tráfico, por ejemplo. A la larga, la presión social haría que el Estado asumiera la cobertura de esos riesgos para quienes no se hubieran asegurado, desincentivando la iniciativa de quienes lo hubieran hecho, y al final estaríamos en la misma confusión de la que pretendemos salir. Opino que el aseguramiento debe ser obligatorio, aunque dentro de la mayor libertad de elección gestora, y que aquí hallarían un buen campo de actuación los planes de pensiones colectivos, negociados por las empresas con sus trabajadores.

Hasta el momento, el procedimiento de financiación de la Seguridad Social se ha parecido a una mesa con tres patas de tamaño muy distinto: robusta y larga la profesional, mediana en todos los sentidos la estatal, escuálida y corta la ciudadana. Una mesa así no nos sirve ni para echarla al fuego, en las actuales circunstancias.

es catedrático de Derecho del Trabajo.

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