Desde la altura
Mientras ascendemos, y quizá para distraer el vértigo, no puedo evitar un pensamiento egotista: este montacargas que nos está subiendo hasta el piso número 20 de la torre número dos nunca más volverá a ofrecer un panorama como el que ahora contemplo. Desde la plataforma colgada en el vacío veo abrirse el este de París en una panorámica que ningún turista ha podido fotografiar todavía. Pero tampoco podrá fotografiarla cuando funcionen los ascensores, porque se deslizarán por el intestino de las torres. Sólo ahora, en plena construcción de la faraónica Biblioteca de Francia, es posible ascender en montacargas por el exterior del edificio. Cuando la obra se complete, toda la vida de la biblioteca transcurrirá en su interior; las cuatro torres serán ciegas, y sólo en el nivel número 20 de la torre noroeste se mantendrá una cafetería acristalada para los turistas. Entonces comenzará la explotación de esta panorámica, y poco a poco adquirirá la banalidad de otras vistas parisienses (desde Notre Dame, desde el Sacre Coeur, desde la Tour Eiffel), pero ahora estoy viendo lo que hasta el nacimiento de la biblioteca sólo habían visto los pájaros, y comparto esta desocultación con los obreros marroquíes y senegaleses que cuelgan de las vigas a 80 metros de altura.La Torre número Dos está ya muy avanzada. Cuando la biblioteca abra al público, en 1995, el conjunto urbanizado cubrirá más de siete hectáreas. Cuatro torres en ele cerrarán un recinto en cuyo interior habrá aparecido, como por un milagro, una hectárea de bosque. Separados del público sencillo, el cuerpo de investigadores y eruditos trabajará en espacios suavemente iluminados con vistas al jardín artificial. La administración de la biblioteca ha dispuesto 2.000 plazas de asiento para este cuerpo especial de lectores, con acceso libre a 500.000 libros. No es una cifra excesiva, si se considera que en su primer año de funcionamiento la biblioteca ofrecerá acceso informatizado a 11 millones de volúmenes. Tampoco hay que esperar al futuro para verlo, sólo hasta octubre de 1996.
Por encima del jardín se abren las salas populares, las de los lectores sencillos y poco exigentes; tendrán éstos 1.500 plazas de asiento y acceso libre a 400.000 libros. Pero aquellos lectores de la élite que precisen un mayor aislamiento pueden alquilar unos cubículos, denominados boxes por los lingüistas de la biblioteca, con capacidad de hasta 16 personas. Las 260 celdillas acogerán a lo más agresivo (¿performativo, habría que decir?) de los cuerpos especiales de estudio e, investigación. Serán como los cubículos de cera donde se guarecen los servidores sexuales de la abeja reina esperando su turno de fecundación. La abeja reina de la Biblioteca de Francia es, sin la menor duda, la vérité. Cuando este colosal dispositivo de estudio entre en funcionamiento, la energía de sus 7.000 investigadores diarios, sumada a la de los 5.000 visitantes-lectores plebeyos, sin contar con los curiosos, los repetidores, los turistas, los técnicos en gira, todos ellos atendidos por 2.000 empleados, producirá un efecto-verdad tan contundente que nuestras relaciones con el error, o por lo menos las relaciones de Francia con el error, cambiarán de un modo irremediable.
La propia racionalidad del proyecto así lo exige. Los 7.200 millones de francos presupuestados hasta 1995 -y el franco va ya a 24 pesetas, o 25 si uno cambia en un banco jovial- se verán amortizados con un ascenso apreciable del saber y un descenso acelerado de la ignorancia y del error. Cuando esta biblioteca entre en funcionamiento, los siete kilómetros de raíles y las 450 vagonetas que distribuirán los preciosos libros subiendo y bajando niveles con su carga de saberes arcaicos y magníficos formarán una mecánica del intelecto tan grandiosa (pero mucho más efectiva) como la cosmología de Newton, la cual, si bien se mira, no era sino un producto de la fantasía.
Ningún problema técnico ha quedado por resolver, pero permanece un problema molesto, perturbador: Los casi veinte mil clientes diarios de la Biblioteca pertenecen, desdichadamente, a la especie humana, y ello plantea una irritante inadecuación. Así, por ejemplo, para evitar que arranquen las páginas de los libros, que es su práctica más habitual, se dispondrá de un servicio eficaz, cómodo y casi gratuito de fotocopia. Pero, hablando claro, la filosofía (según la llaman) de la biblioteca es la de ir alejando a los humanos del contacto directo con los libros. Nunca se sabe qué puede hacer un humano cuando entra en contacto con el papel impreso. De manera que los tesoros almacenados en el subsuelo, a 15 metros por debajo del lecho del Sena, nunca más volverán a ver la luz del día, si es posible. Yacerán allí como los objetos personales del faraón, consolándose en su eterno vagar por el desierto de la muerte. Los cuerpos de élite de la investigación podrán acceder a ese auténtico núcleo duro del saber tan sólo a través del disco compacto. Cuando se abra la biblioteca, 100.000 volúmenes habrán sido ya digitalizados y no volverán a ver la luz del sol. Pero el ideal absoluto es alcanzar una digitalización total en el menor tiempo posible. Cuando ese día llegue, las cuatro torres totémicas albergarán 11 millones de objetos faraónicos que podrán ser contemplados por una élite de mandarines. imperiales del conocimiento, aislados en el silencio de sus boxes; ligeros tintes verdosos del bosque artificial teñirán las pálidas pantallas de sus monitores individuales.
Todas estas trivialidades se me ocurren a 80 metros de altura, cuando la biblioteca no es todavía sino un monstruoso titán de hierro y hormigón, vivificado por marroquíes y senegaleses que se cuelgan de las vigas como halcones en sus perchas. Veo un nuevo aspecto de París, helado, sonrosado y brumoso, más industrial que aristocrático, menos afrancesado y más americanizado que el París habitual; un aspecto de la ciudad que había permanecido oculto, y me pregunto si no será éste precisamente el momento de máxima fecundidad de la futura biblioteca; su único instante de verdadera invención. El instante pasajero e irrepetible, poético e inestable, en el que se manifiesta algo que nunca anteriormente se nos había revelado. Es decir, el precario momento de la vérité de la biblioteca. Pero debe de ser un pensamiento agotista, nacido para distraer el vértigo.
es escritor.
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