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Las tertulias madrileñas

Han sido siempre universidades socráticas, decía Ortega y Gasset, por los diálogos fecundos abiertos a todo conocimiento. La primera que frecuenté fue el Café de las Flores, en el barrio de Argüelles. Presidía Ia tertulia todas las tardes Eduardo Dieste, narrador, dramaturgo, filósofo de la literatura, fundador de la revista PAN (Poetas Andantes y Navegantes). Era un magnífico profesor enseñaba a escribir a los jóvenes, a meditar la palabra, y su hermano Rafael, que acababa de regresar de Bélgica y Francia tras un viaje de estudios sobre el teatro de vanguardia, nos asombraba con sus disquisiciones sobre El estupendo cornudo, de Cromelynk. Solía aparecer por esta tertulia Pablo Neruda, acompañado del músico chileno Acario Cotapo, inteligente y jovial persona. Allí recitaba y se comentaban sus desconcertantes versos y metáforas originalísimas. Algunas noches nos reuníamos en casa de Eduardo Dieste, donde su hija Mireya tocaba el piano acompañada al violín por Eugenio Granell, hoy gran pintor surrealista. También asistía a esta tertulia el pintor y crítico de arte Cándido Fernández Mazas, enamorado platónica y desesperadamente de Margarita Xirgu, llegando a imaginar misteriosos encuentros con ella bajo la estatua del Ángel Caído. Esa pasión, de la que jamás tuvo conocimiento aquella magnífica actriz, la plasmó Mazas en su bellísima obra Santa Margori. Otro contertulio, Alberto Fernández Mezquita, líder sindical, nos arrebataba con sus charlas políticas, así como el historiador y crítico Enrique Fernández Sendón, más conocido por Fersen, que escribía en la revista Leviatán. Por las noches, me acercaba hasta La Granja del Henar a oír a Valle-Inclán, interesado en aquel entonces por el arte italiano renacentista, lo que daba lugar a intensas discusiones con la diputada socialista Margarita Nelken, mujer extraordinaria y muy erudita. En otras mesas que reunían a escritores gallegos, destacaba con su voz portentosa el pintor Urbano Lugris Freire, cuya teoría estética surrealista no sólo la exponía, también la practicaba en extravagantes escenas callejeras, como suscitar la caridad de los paseantes, gritando "¡tengo hambre!", y al ver caer un pequeño montón de monedas, exclamaba: "¡Vengo de comer una paella exquisita!", que paralizaba de asombro al coro de gente que le miraba apenada. El poeta Lorenzo Varela, cada vez que regresaba de sus viajes con Misiones Pedagógicas, se reunía con él, y recitaba sus primeras rimas saudosas y románticas. Era también muy interesante la tertulia de los novelistas sociales José Díaz Fernández, Joaquín Arderíus, César Arconada, quienes se refugiaban todas las noches en el salón último. Los diálogos de estos jóvenes tertulianos acababan a altas horas de la madrugada, de pie, en la Puerta del Sol.Terminada la guerra civil, el punto de reunión era el café Gijón. Lo frecuentaba un grupo de artistas, entre ellos Cristino Mallo y Juan Manuel Díaz Caneja, llamado los silenciosos, por su discreción y reserva íntima. En una mesa más allá, el poeta Baldomero Isorna resonaba con sus poemas y entusiasmos múltiples que le llevaron, años después, a organizar las hoy famosas fiestas vikingas en Catoira, su pueblo natal. También eran asiduos Luis Trabazo, crítico, filósofo, pintor que atraía por sus hondos conocimientos, y Eusebio García Luengo, dramaturgo, novelista, describía el amor como eje y única preocupación trascendental en su vida, e influyó en los jóvenes que le escuchaban.

En el café Lyon D'Or tenía su tertulia por las tardes Luis de Hoyos, catedrático de antropología, hombre de vasta cultura, espíritu abierto y liberal, a la que también acudía Vicente Aleixandre, el gran poeta; José Suárez Carreño, poeta y novelista; Eduardo Vicente, pintor, y el filósofo Cardenal. Allí se discutía de todo lo divino y humano -"temas trascendentales", ironizaba Enrique Azcoaga, crítico de arte- Eduardo Vicente contaba historias amorosas ajenas y propias que unas veces provocaban el regocijo general de los contertulios y otras discusiones interminables. El profesor Cardenal hablaba sobre semántica, sorprendiéndonos su erudición. La política era tema casi diario, pero entre susurros, temerosos de ser oídos por algún nuevo agente secreto desconocido.

La vida de las tertulias madrileñas de antaño era tan variada e intensa que Juan Ramón Jiménez comentaba con Antonio Machado: "¿Cuándo escribe Bergamín? Por las mañanas asiste a la tertulia del café Castilla, en la calle Mayor; después de comer, a la del café Pombo, en la calle de Carretas, con su amigo Ramón Gómez de la Serna; a media tarde va a la Cacharrería del Ateneo para ver a Valle-Inclán, y si no, a dialogar con Ortega y Gasset en la tertulia de la Revista de Occidente; por las noches no falta nunca a La Granja del Henar. No tiene tiempo de sentarse para pensar, escribir, ¡y lo hace!".

es ensayista.

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