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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Permisos y jueces

TRAS CRÍMENES tan horribles como el de las niñas de Alcásser y otros similares, cometidos por presos fugados mientras disfrutaban de un permiso carcelario, es lógica la preocupación social suscitada por la existencia de tales permisos. Estadísticamente, la cifra de reclusos que no regresan a prisión al término de uno de esos permisos es poco significativa. Pero son tan graves los delitos que a veces cometen estos pocos reclusos fugados que todo el sistema penal y penitenciario padece las consecuencias. La alarma social se acrecienta, si cabe, por el generalizado convencimiento de que estaba en manos de los responsables penitenciarios y de los jueces de vigilancia haber evitado estos crímenes. La Administración carcelaria parece haber optado ahora por una solución administrativa antes que propiamente penitenciaria. En lugar de profundizar en el tratamiento individualizado -penitenciario y médico- del recluso, sus responsables han decidido cortar por lo sano reduciendo drásticamente los permisos -hasta un 40%- y excluyendo de su difrute a grupos enteros de presos: extranjeros, drogadictos, marginados y violadores.

No es de extrañar que estos criterios, difícilmente compatibles con los objetivos de la legislación penitenciaria (reinserción, individualización del tratamiento y estudio de la personalidad del recluso, entre otros), choquen con los de los jueces de vigilancia, cuya tarea es precisamente garantizar el cumplimiento de dicha legislación. Pero, además, estos baremos no parecen estar en consonancia con la propuesta de reforma de la Ley General Penitenciaria, unánimemente aprobada por el Parlamento en febrero pasado. Lo que en aquella ocasión se transmitió al Gobierno fue la conveniencia de que los equipos de tratamiento de las cárceles dispongan de nuevas referencias criminológicas, claramente establecidas en la ley (naturaleza del delito, duración de la pena y circunstancias personales del recluso), que les ayuden a reforzar la verosimilitud del diagnóstico, a fin de prevenir en lo posible el riesgo que corre la sociedad cada vez que un delincuente queda suelto. Lo que no puede ser es que se posponga en el Parlamento esa reforma razonable y, mientras tanto, se la sustituya en la práctica por decisiones administrativas que pueden vulnerar la Ley General Penitenciaria.

El problema que plantean los permisos que culminan en fugas o en nuevos delitos es que fueron concedidos sin las garantías exigibles, bien por la dificultad que entraña diagnosticar con certeza el grado de riesgo de determinadas conductas, bien porque el diagnóstico se haga de forma burocrática y sin un examen profundo de la personalidad del recluso. La solución no pasa por establecer tablas predictoras de variables de riesgo que se aplican, de manera indiscriminada, a grupos de reclusos que a veces ni siquiera coinciden en el tipo de delito, sino en otras variables de carácter sociológico (extranjeros, marginados ... ). Se trata de mejorar el funcionamiento de los equipos de tratamiento (criminólogos, psicólogos, pedagogos) y de los mecanismos por los que los expertos emiten sus informes, sobre los que se basa la decisión de los equipos de régimen interior de las cárceles y, al final, la de los jueces de vigilancia. Lo inadmisible es que la Administración penitenciaria pretenda resolver el problema haciendo caso omiso de los expertos o eludiendo el control de los jueces. Eso es tanto como poner patas arriba los fundamentos mismos del sistema penitenciario vigente. Si se cambia, que lo haga el Parlamento, y no, de forma subrepticia, quienes más obligados están a respetarlo.

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