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La doble fila

Las autoridades municipales anuncian castigar a quienes aparquen en doble o en triple fila o invadan las aceras de las calles madrileñas. Oportuna intención que contrarresta otras maneras poco cívicas de abandonar los coches que tienen ciertos gamberretes del mínimo esfuerzo, petimetres de la desobediencia, tránsfugas o necesitados del parón.La industria del automóvil lanzó en la crisis buenas ofertas a la calle, pero tales ofertas se fueron a estrellar enseguida contra el númerus clausus de carros y cocheros sin que haya ahuecador (viejo acomodador del teatro barroco que lo conseguiría) que las encaje en sitio tolerado. Así se entiende que anden en doble fila como almas en pena quienes están al borde del infarto, los impacientes alterados por el rosario de las transvetsales y algún sufriente de buenas intenciones capaz de dejar una excusa en el parabrisas del vehículo que acaba de encerrar. Muy pocos madrileños pueden dedicar medio día a aparcar bien el coche y el otro medio a sacar del atolladero la criatura. Y parte de la noche a perseguir al culpable.

Menuda diferencia con las carreras de don Alfonso XIII. Cuando el rey iba en coche en los inviernos de preguerra y de incógnito por la Puerta del Sol y se dejaba el coche en doble fila para darse un garbeo con su sombrero y su gabán por la calle de Alcalá, que era, nevada -dicen-, como una calle de San Petersburgo, los cocheros de chistera y capa de charol aparcaban delante del Casino de Madrid incluso en doble fila. Y nadie se quejaba.

Hoy, los cocheros se han multiplicado y pertenecen a dos categorías: la de los educados, vigías de los bordillos, como los cuidadosos mayores del Inserso, y los de doble fila, que precisan del frenazo ahí mismo: inválidos motorizados, médicos de urgencia, taxistas, enamorados de un ratito y patrullas con derecho a gasóleo, que ya es fortuna. Y a ver cómo distinguimos a éstos de los del morro. ¿Cómo castiga usted?.

En la ciudad vivimos superpuestos sin conocemos, a punto de que estalle la chispa. Los perros viejos de la doble fila, de las dobles vidas, llevan su ánimo por nuestra larga tradición relativista y cordial-imperialista con este síndrome de paso. Otros resisten en el escepticismo. Si aquí tuviéramos las espaciosas plazas de París, a lo mejor se resolvía el agobio y cada coche iría a su canto. Pero al ser de calle larga y de pueblos de paso no da tiempo a aprender. La doble fila es lo bueno y lo fatal de nuestra cosa pública rodada

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