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Reportaje:

Desamor en La Latina

Se llama Amada, y está triste porque ya no la quieren. El autor de tal desaguisado es un chico de su edad, no llegan a la veintena, y la causa del desamor está escrita en la balanza. No se trata de incompatibilidad de caracteres. Pura cuestión de peso. El novio se presentó un buen día diciendo: "Amada, te he dejado de amar porque estás muy gorda". Ella enjuga las penas en desparpajo y relata con una minuciosidad tierna los detalles de su primer desengaño, con gesto de tener bien aprendida la lección. "Más tonta soy yo. Ahora", sentencia, "a divertirme".

Amada trabaja en La Latina, pero vive con toda su familia en algún piso apartado del centro de Madrid, en uno de esos barrios del sur que crecen hasta parecer pueblos, formando lo que llaman cinturón, un término que en este contexto evoca fácilmente una cintura de amplísimo perímetro. La joven empleada hace y deshace en un pequeño cubículo habilitado como cabina de belleza dentro de una próspera peluquería de vecindad. Está, efectivamente, recia, muy gordita. Ella, que pese a su juventud sabe cómo embellecer a las demás mujeres, no encuentra el modo de quitarse de encima un buen puñado de kilos. Vive de las buenas apariencias mientras se pregunta cómo es posible que alguien se enamore sólo de un perfil.

A pesar de lo mal que se siente, Amada no deja que la rabia le haga perder la atención que precisan sus tareas, y sigue untando la cera depilatoria caliente o fría con la misma suavidad que cuando era feliz. Extiende la mezcla pegajosa y perfumada sobre el vello superfluo, lo cubre con un papel y iras! Sólo en el momento del tirón deja asomar una furia pasajera, que se esfuma para que el proceso vuelva a empezar. Amada es una profesional de la eterna juventud. Tierna y sólida a la vez, por dentro y por fuera, hidrata pieles maduras, borra acnés, espabila flaccideces, suelda estrías y practica una gama de masajes digna de una geisha. A saber: linfático, adelgazante y endurecedor.

Muy cerquita hay una gran floristería, un tostador de frutos secos, el mercado de La Cebada y una mercería antigua. Allí mismo trabaja Lina Morgan y hay casi una docena de bares donde cada mañana se sirven a espuertas cafés, churros y porras. A sus pacientes, Amada nos tumba en una camilla blanca como si fuera un diván, pero es ella quien habla sin parar, quien piensa y siente en voz alta, y encima cobra, ¡claro está! Supera su desamor sin saber que ha reinventado el psicoanálisis.

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