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San Federico

Cuando, hace unas semanas, Federico Fellini se moría en Roma, este periódico contó la feria que se había organizado en los vestíbulos y alrededores de donde expiraba. El título de la noticia telegrafiaba el paisaje: La agonía de Fellini convoca a sus fantasmas. Era el comienzo espontáneo y todavía vivo de la carnavalada que terminó hace unos días en un cementerio de Rímini, cuando el cineasta descansó por fin bajo su propio barro y acabó la obscena orgía canonizadora romana alrededor de sus huesos, que, vista ahora hacia atrás y con ojos enrojecidos, se parece a una de sus parodias de los ritos del poder en la torva antitalia de sus películas beligerantes.Que los invasores de las cúpulas de ese poder romano beato y corrompido que se va a la deriva por las alcantarillas de la historia fabriquen un santo, se entiende: lo necesitan para obtener un respiro y desviar las miradas de la gente común hacia otro lado con una variante de la vieja argucia del reparto de pan y de circo. Pero que para hacer esta artimafia utilicen el encumbramiento del despojo de un artista bondadoso e inofensivo, que amaba la Italia callejera y despreciaba la antitalia de las moquetas, que es a que ahora, cuando no puede defenderse, saca provecho de él convirtiendo su cadáver en un estandarte pelele cuando mientras estuvo vivo le miraron de arriba abajo, con ojos burlones y condescendientes, como a un incómodo pero tolerable moscón divertidor, hace asomar el hocico de una náusea.

Dicen por ahí que desde que la momia de Victor Hugo entró en el Panteón parisiense ningún cadáver de artista había sido arropado por un ceremonial tan ostentoso. Emociona la Italia que envía a un eco de sus escenarios el adiós húmedo que se da a una sombra íntima y por ello inabarcable. Pero no emociona, sino escandaliza, que la torva antitalia convierta hoy al destinatario de esa cálida humedad muda en objeto de culto y en fetiche para abrir las bocas de quienes ayer tenían los dientes apretados. Cuando a un viejo noctámbulo se le escapa una lágrima por quien un día despertó con su ingenio su risa, su emoción o su ira, algo vivo ocurre. Pero cuando un regimiento de burócratas, espadones, eminencias y otros depredadores de poder utilizan los hilos de esa sentimentalidad para con ellos mover un ceremonial de gorigoris y de arengas en honor de un fantasma nacional al que despreciaron en vida, algo mortal ocurre.

Viene a cuento recordar que Fellini era un artista bondadoso, que, cuando se le escapaba un salivazo contra las cúpulas, su saliva era poco ácida: incomodaba a veces, pero resbalaba siempre por sobre las pieles de los chacales o los plumajes de los buitres, pues no iban sus lapos dirigidos a la médula de sus comportamientos, sino a sus gesticulaciones y parafernalias. Era la suya saliva contagiosa, pero no mortal. De ahí que domesticar el cadáver de Fellini por quienes fueron en vida de éste víctimas de su amable vitriolo estético es ahora no sólo tarea factible para ellos, sino tarea fácil, porque el cineasta canonizado ya no puede revolverse y dejarles con un guiño de su ingenio metidos en el calzón del ridículo.

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Y sobre todo viene a cuento porque esta canonización de Fellini por la antitalia es una nueva cara de la moneda del Judas, ya que la cruz de esta moneda es el salvaje olvido y el silencioso exilio a los infiernos a que esa antitalia que ahora se lava la cara con el detergente de Fellini tiene y mantiene sometidos a los despojos de otro poeta cineasta, Pier Paolo Pasolini, que desde su muerte -informe, bestial y quizás oscuramente buscada- en un vertedero de la opulencia romana es un cadáver clandestino, pues su saliva cinematográfica -fue un cineasta impar, el más grande y autónomo de los herederos de Rossellini- sí era de vitriolo puro y penetraba mucho más dentro que la de Fellini en la oscura médula de los comportamientos de los manejadores de los sueños colectivos de esa parte, la más bella y una de las más infortunadas, de Europa.

La magnitud del escándalo que lleva dentro la fiesta de la canonización político -eclesial de Fellini se distingue con nitidez si se proyecta sobre la línea de sombra que el cadáver de Pasolini traza todavía, y seguirá inevitablemente trazando, en el trágico olvido italiano. Pasolini no era, como Fellini, un amable divertidor. No era posible -ni siquiera muerto o tal vez menos precisamente por estar muerto- domesticarlo. No sólo intuyó, sino que desveló, sin guardarse las espaldas, con las imágenes que capturaban sus pequeños ojos iluminados con ascuas de campesino escandalizado, no sólo la lógica del proceso de erosión moral, social y política que desmembra la vida en Italia, sino que llegó mucho más lejos e hizo ver que eso innombrable que él osó nombrar y desvelar con su cine, su poesía y su oscuro comportamiento suicida anuncia el propio destino de Europa, con Italia como tantas otras veces en vanguardia, tanto en lo bello como en lo mezquino. De ahí la abismal condena al cadáver de Pasolini a permanecer encerrado en un rincón negro de la desmemoria italiana, mientras al indefenso Fellini le encaraman con alitas de ángel en los cielos de cartón piedra con estrellas fosforescentes de un decorado de Cinecittà y en las aceras de la Roma airada y golfa, última morada de Pasolini, hace frío.

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