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En attendant Madonna

Créanme ustedes: si alguien fuera capaz no ya de provocar una tregua en Sarajevo, sino, incluso, de reunir en un mismo recinto a milicianos serbios, croatas y bosnios, esa persona sería Madonna. Seguro que, les guste o no el hecho, cuantos están leyendo estas líneas me darán la razón en su fuero interno. Que luego, no bien terminado el hipotético recital, unos y otros empezarían a matarse de nuevo, me parece más que probable. Pero eso ya es otra cuestión. Otra cuestión que no hace más que remitirnos a nuevas cuestiones relativas no sólo a las matanzas que se suceden en la capital bosnia, sino también a la reciente y en más de un aspecto paradójica iniciativa de convertir a Sarajevo, como resultado de tales matanzas, en Capital Cultural de Europa.La primera de ellas reside en saber qué ventaja hubiera supuesto para Sarajevo haber sido designada Capital Cultural de Europa. Madrid lo fue el pasado año y, que yo recuerde, en nada cambió la vida de la ciudad ni la de sus habitantes. ¿Iba a sacar ahora Sarajevo algún beneficio que no sacó Madrid?

En segundo, ¿por qué habrían de acordar tal designación los responsables de la política cultural de los diversos países europeos? Y no ya porque no representan ni han sido elegidos por el Parlamento Internacional de Escritores reunido en Estrasburgo, sino porque lo que habría que preguntarse es a quién representan esos parlamentarios culturales reunidos en Estrasburgo, quién les ha elegido a ellos.Y, pasando del ámbito cultural al propiamente político, ¿qué puede inducir a pensar a alguien que las organizaciones internacionales implicadas han de ser capaces de resolver algún problema? ¿Cuándo se ha producido semejante milagro? Hasta donde alcanza mi memoria, nunca han solucionado ningún conflicto. Por lo general, han puesto paños calientes y se ha terminado -desde la guerra de Corea hasta la del Golfo- por volver a una situación similar a la inicial. La mediocridad de los resultados obtenidos ha sido siempre apabullante. Si algún conflicto se resuelve en alguna parte es como resultado de una evolución interna, raramente a consecuencia de una intervención exterior. Una norma que, si válida para la Organización de las Naciones Unidas, lo es más aún para la Comunidad Europea. ¿En virtud de qué una Europa incapaz de encontrarse a sí misma ha de dar a estas alturas con una solución para el avispero yugoslavo?Pero aún hay más preguntas. ¿Por qué Sarajevo, capital de Bosnia, y no Moscú, capital de Rusia? O por qué no, olvidando todo provincianismo paneuropeo, con la mente puesta en una deseable capital cultural del mundo, pensar en Mogadiscio, Somalia, o en Jartum o Phnom Penh, capitales de Sudán y Camboya, respectivamente. Se acusa frecuentemente a intelectuales y dirigentes políticos occidentales de la utilización de un doble rasero en los problemas relativos a terceros países. El reproche es exacto, pero también lo es la triste realidad de que quienes así se lamentan suelen tener invariablemente su propio doble rasero. ¿Quién levanta la voz en favor del pueblo kurdo, víctima ora de la represión de Irak, ora de la de Turquía? ¿Quién defendería a los armenios si no se supieran defender a sí mismos? ¿Qué tiene de bueno Yeltsin que no tuviera en su día Pinochet? Ambos coinciden en su aversión al comunismo, ambos prometieron para más adelante el paso a la democracia. Pero, de momento, la palabra que mejor describe la actual situación rusa es otra: dictadura. Y son escasas las voces -K. S. Karol, recientemente en estas mismas páginas, posiblemente el mejor especialista en asuntos de Europa oriental- que alertan de lo que allí está sucediendo.

La cuestión yugoslava no se limita ni mucho menos a Bosnia y el gran error de Occidente no data de ahora, sino de cuando empezó a desmembrarse la federación. Fue entonces cuando debió haber exigido el mantenimiento de las fronteras existentes y el respeto a los derechos de todas las minorías dentro de esas fronteras, bajo amenaza de embargo para todos y hasta de intervención directa. La historia de lo que desde entonces ha sucedido en la antigua Yugoslavia no es una historia de buenos y malos. Y siento discrepar de Gabriel Jackson respecto al paralelo que, también desde estas mismas páginas, establecía con la guerra civil española; me quitó la respuesta, por así decir, Francisco Ayala: tal paralelo no existe. Las raíces del problema yugoslavo se remontan a los siglos de dominación turca, y, más recientemente, a los años de ocupación nazi. Los cubos llenos de ojos de ciudadanos serbios mencionados en sus crónicas por Curzio Malaparte, por ejemplo. Más algún problema añadido, claro. El pasado verano, sin ir más lejos, un sobrino mío, abogado de profesión, dedicó sus vacaciones a intentar prestar alguna clase de ayuda humanitaria a las víctimas de los desastres de la guerra, como conductor de ambulancias, por ejemplo. Ofreció sus servicios a organizaciones internacionales: conducir una ambulancia sin cobrar sueldo. Su oferta fue recibida entre carcajadas. ¿Pero tú qué te has creído, pardillo?, vinieron a decirle. Aquí, el que menos, gana 350.000 pesetas mensuales; otra cosa es si te interesa el contrabando, que aún podrías ganar más.

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¿Están al tanto de este tipo de crudezas los parlamentarios culturales de Estrasburgo? La Morrison tiene razón: la realidad yugoslava no puede modificarse con gestos realizados en Estrasburgo. Hoy por hoy, y por desgracia, la única solución que se vislumbra es la que termina por imponerse cuando todas las partes afectadas se convencen de que no hay solución. Y todo intento de robar luz a Madonna está de antemano condenado al fracaso. Conste, por otra parte, que contrariamente a lo que algún lector pueda haber pensado, no me gusta Madonna. A una cara le pido rasgos y mirada, dos características que no acierto a encontrar en Madonna. Pero tampoco iba yo a pretender imponer mis gustos personales a sus partidarios.

Luis Goytisolo es escritor.

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