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A ése no le conoce ni Dios

Juan Cruz

A principios de los años ochenta, ser joven y desconocido era una patente para el éxito. El mercado ha cambiado mucho y ahora es la consagración la que se premia. O eres maduro y ya eres conocido y, además, vendes y tienes éxito, o no tienes nada que hacer. Ese clima, que ha sustituido a aquella juvenalia de los ochenta, es el que ha dado lugar a una frase que escuchamos cada día en las redacciones de los medios de comunicación, en las galerías de arte o en los cenáculos literarios: "A ése no le conoce ni Dios". Es una frase terrible, una especie de tapón en el cielo, porque encierra la posibilidad de salir adelante a muchos jóvenes que han de vivir menesterosamente hasta que les suenan favorablemente la casualidad o la flauta.Aquel clima en el que la juventud era el principal valor de cambio dio de sí la falta de respeto por la historia, y así eran más importantes los recientes que Valle, Buñuel o Unamuno, y escuchamos en aquellos cenáculos descritos denuestos contra esos valores centrales de nuestra cultura por su pesadez o por su contundencia. Se buscó lo ligero, se hizo leyenda de lo divertido, y todo tenía que ser audaz, breve, una risa en medio del páramo español.

Todo tenía que ser divertido, juvenil y refrescante. Era el clima general, porque si ustedes se acuerdan, fue el tiempo en que se simuló que en este país no había historia civil. No hubo guerra ni hubo censores, ni hubo colaboracionista s vergonzantes de un régimen que nos salpicó a todos con su ignominia y su falta de respeto por la cultura, por el progreso, y también por la historia. Hubo, en efecto, una voluntad de tachar la memoria histórica, de decir que aquí no pasó nada, así que la mayonesa española se tenía que hacer con huevos nuevos.

Aquella atmósfera produjo, como los sueños de Goya, algunos monstruos que hoy viven en las hemerotecas, pero seamos justos y digamos que aquella apuesta por la veIocidad y por la ligereza dio de sí algunos especímenes profundos que aún hoy estrenan, escriben o marcan con la pintura la cara de estos tiempos.

Pero los que entonaron la sonata de bienvenida a aquella generación mimada son los mismos que hoy señalan, cuando les es mostrado un nombre nuevo o un joven desconocido, que a ésos no los conoce ni Dios. Son los valores seguros los que en estos tiempos de crisis y de desconfianza pueden acceder a la repercusión pública.

No vale ningún argumento: éste va a ser el Almodóvar del futuro, aquél lleva trazas de ser el Barceló de esta época, parece que por ahí viene el Javier Marías del siglo XXI. No vale ninguna exageración, nadie atiende a otra cosa que a lo ya establecido. Y siempre la respuesta ante la insistencia es la misma: a ése no le conoce ni Dios. Algunos se abren paso, y es a costa de gente que se arriesga en medio de la indiferencia -"se va a pegar una hostia... "- y que invierte su energía y su entusiasmo en nombres sobre los que otros pasan como si vieran agua.

Pero no es la regla general. La regla general es que se está produciendo en la geografía humana de la cultura española una frontera, un punto y aparte demasiado extenso entre unas generaciones y otras, por falta de sentido del riesgo y por falta también de generosidad intelectual, de apertura de miras, de capacidad de sorpresa.

En ese contexto tan chato que define a la sociedad española de hoy no es extraño que se haya producido una coincidencia que me permito contarles. En dos días sucesivos, dos personalidades diametralmente distintas han expuesto en conversaciones privadas, y por separado, dos iniciativas distintas destinadas a apoyar ahora a los jóvenes creadores españoles. Primero fue el doctor Alberto Portera, neurólogo, y al día siguiente fue el escritor Antonio Gala. Ambos, por separado, han pensado crear sendas fundaciones destinadas únicamente a aquellos artistas inéditos que no reciben otra cosa que desdén del poder cultural establecido. En el caso del doctor Portera, se trata de tender una mano a los jóvenes artistas plásticos que hoy no hallan en ninguna galería acogida para sus obras. Está decidido a llevar adelante su idea también como un manifiesto contra las grandes capitales, que han extremado su egocentrismo y se defienden de lo nuevo como gato escaldado que huyera del agua fría. Los artistas de su fundación expondrán en lugares periféricos y contribuirán a crear en esos sitios un clima cultural que ahora acaso vive en la más mortecina atmósfera. En el Reino Unido, por ejemplo, una institución tan asentada como la Royal Academy of Arts se abre cada año a la primera obra de numerosos artistas británicos. En España no existe la atmósfera adecuada para esa lluvia. La fundación de Portera, que se llamará Génesis, porque quiere estar en el origen de la creación artística, quiere llenar ese hueco, como si fuera un manifiesto contra el desdén y contra la exacerbada histeria del mercado.

La fundación en la que está pensando Antonio Gala es de más amplio espectro, porque quiere acoger a creadores de todas las artes, incluida la música, la poesía y las artes plásticas. Su idea es la de crear un espacio de encuentro pitagórico, leonardesco, un lugar en el que al final de una jornada de reflexión los chicos intercambien sus experiencias para profundizar en ellas. Aún no sabe en qué espacio físico estará ese lugar de hallazgos, pero su preocupación es idéntica a la que anima a Portera: abrir la puerta encenagada del desconocimiento español, animar a los que vienen a pensar que no hay puertas en el campo, que la vida está abierta y la creación y el entusiasmo son posibles.

Lo que son las cosas: este país sin memoria, que cierra sus puertas en el mercado laboral a los que no son fuertes y jóvenes, sólo las abre ahora, sobre todo en el ámbito de la cultura, para aquellos que ya tienen el nombre hecho. A los demás no los conoce ni Dios. Si siguen así las cosas de la mezquindad nacional, no los conocerá ni Dios nunca. Iniciativas como las descritas pueden contribuir, de nuevo, a que éste sea un país más dinámico, más dispuesto a la sorpresa, un territorio con la mirada más distraída. Un lugar menos encerrado, mucho más creativo. Un país más habitable.

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