Jóvenes
Hay un gran escándalo alrededor, con mucho estruendo de radios y hasta editoriales en los periódicos, porque nuestros jóvenes se matan de 15 en 15 en las carreteras los fines de semana, con o sin bakalao. Y no veo por qué. Si fuéramos más consecuentes y menos hipócritas, deberíamos alegramos. Colaboran, con su desaparición, a aliviar al menos tangencialmente el asfixiante problema del paro, englobado en el más amplio y angustioso de la ausencia de futuro, inscrito, a su vez, en esta capullada de presente que construimos con esfuerzo digno de mejor causa. Cierto que el aspaviento generacional siempre ha gozado de predicamento a determinado nivel de la edad madura: cuando el adulto echa balones fuera de la mierda que invade su propia vida, suele compensarse dedicando gran atención -de boquilla, claro- a lo infinitamente peor que se lo montan las generaciones que han de sucederle, heredarle y -por decirlo crudamente- sustituirle.Como soy una absoluta ignorante en temas juveniles y me niego, además, a meter a todas las personas jóvenes -individuos que, además del peso de la historia colectiva, llevan sobre sus hombros su propia particularidad biográfica- en un mismo saco para poder juzgarlos con mayor impunidad, cuando se produce una de estas oleadas de sensibilidad social hacia ellos me limito a escarbar en mi propio pasado para recordar cómo me sentía cuando los adultos se creían con derecho a decidir lo acertado de mi forma de muerte o de vida.
De modo que, en momentos como éste, no tengo nada que decir. Y creo que pocas ínfulas moralistas puede permitirse esta sociedad de capones divididos entre quienes asistimos, perplejos y desarmados, al caos cotidiano y quienes se ponen todos los días, mentalmente, en manos del peluquero por si llaman a su puerta la Gemio o el Lobatón del nuevo espectáculo. Chicos y chicas: sólo vosotros podéis juzgarnos.
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