¿Quedamos en el Prado?
En el Prado ya no quedan para verse sino los extranjeros y los sádicos: los que saben en que aquélla es una gloria de la imaginación del mundo y los que van sólo cuando quieren comprobar cómo dañan las goteras. Otros van en masa, cientos de miles, cuando la televisión les avisa de que se van a exponer los cuadros de Velázquez que, por otra parte, siempre han estado allí. La gente queda en el café Gijón o en la Thyssen. Sólo en aquellos casos extremos de desgracia o de insistente promoción televisiva se acercan los españoles a la puerta de Goya o a la entrada de Murillo.A la cultura quieta, asentada sobre la calidad y sobre la historia, no le interesa al apresurado español que hoy abreva sus gustos ante la televisión o en la ventanilla velocísima de la vida cotidiana. Consumimos palomitas de maíz de las que no queda sabor, y el Prado es, para ese gusto aleatorio y veloz que se ha instalado entre nosotros, droga demasiado dura.
Los pintores que estudiaban en los años cincuenta -Antonio López, Cristino de Vera- iban al Prado a ver las telas de Zurbarán y a refrescarse en verano y a calentarse en invierno. En esta ciudad ha cambiado mucho el tiempo, y, por otra parte, los pintores ya pueden resguardarse de otro modo. Lo que le pasa al Prado es que se han empeñado en dejarlo como un mausoleo, como si fuera una referencia bibliográfica al final de un libro pesado. Le falta marketing, popularización, cualquier cosa que lo haga imprescindible en la ruta de la ciudad, para los que viven en ella y para los que vienen de fuera.
Da la impresión de que este Prado ha sido y es intocable, como decía que era la historia el famoso personaje de Sinuhé el Egipcio: "Así ha sido y será siempre". No hay sino cuadros, lo cual está muy bien, pero un lugar de encuentro como éste precisa también de una cafetería atractiva para quedar en ella o de un restaurante que se asocie a la cita que tengamos en el museo. Parece que hubo una iniciativa reciente para ampliar o modernizar el museo, pero la idea chocó, aparentemente, con una escalera terca como la tradición. Y sigue así el Prado, como la Puerta de Alcalá, majestuoso como un barco varado.
Al Louvre le pusieron una pirámide china para decir que estaba vivo. Ha sido lamentable que cuando le pusieron la gotera al Prado haya sido cuando muchos españoles han reparado que allí, al lado de la Cibeles, hay un monumento nacional que sólo tenemos en cuenta cuando hay diluvios o terremotos.
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