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Tribuna
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La compra

Los martes por la mañana, como buen marido machista, voy a hacer la compra al super. No le extrañará que le diga, amigo lector, que hace tiempo que descubrí que se trata de una actividad horriblemente aburrida. Empujo el carrito como quien lleva a un condenado a la horca y miro con aire lastimero a mis compañeras de desdicha. Únicamente un vasco gordo y optimista que canturrea y hace requiebros a las empleadas me sigue por entre las estanterías y compra un poco de esto y otro poco de aquello: se le nota cuánto disfruta de pensar en cocinarlo todo más tarde y comérselo con una botella de vino.A la miseria en sí del hecho se une la variedad de productos que debo adquirir siguiendo una lista semanal a la que cada cual en la familia ha ido añadiendo sus caprichos. Y, cuando llevo un rato habiendo resuelto el apartado pan y galletas, tengo que volver atrás para adquirir los tostiletes suecos adelgazantes. Nadie puede imaginar la ingente variedad de yogures que se expenden en el super; a mí me saben todos igual, pero un error en la marca requerida me cuesta caras largas y acusaciones sostenidas de inutilidad. Lo que es más, soy el peor sujeto de publicidad posible: las marcas de jabón lavavajillas me parecen de galletas y el nombre de los guisantes congelados me recuerda al champú que uso. Y así, compro indistintamente lo que se me pone a mano y soy incapaz de ver la marca de lejía exigida cuando la tengo delante en la estantería de rigor. A veces se apiadan las empleadas y me buscan la pasta de cacahuete, ese pegajoso producto que engorda.

Y al final comprendo con horror que encima suscito el odio de otros hombres que no hacen la compra: oigo a mis compañeras de cola en la caja rezongar: "Esto es un marido y no lo que tengo en casa. Se va a enterar Álvaro". Lo siento, Álvaro.

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