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Tribuna
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Le Carré

Hace unos días tuve la suerte de presentar y escuchar a John Le Carré en los cursos de verano de El Escorial. Allí estaban varios de nuestros más ilustres escritores atendiendo al que es el mejor novelista en lengua inglesa de esta generación. Le miraban con la sorpresa de ver a una persona tan sincera, tan identificada con su obra que ésta se ha convertido en parte de su ser. Si hay que hablar de ella, no hay más remedio que describir al tiempo la propia personalidad y las angustias. Le Carré lo hace casi con impudor. Exhibe su vida como si fuera uno más de sus libros, con la fatalista convicción de que, siendo un personaje público, tal vez pueda esconderse en lugar donde se vive y vibra -y con quien- pero ciertamente no las pasiones que hacen que uno viva y vibre. Y como lo sabe, ampara pudorosamente sus sentimientos bajo un manto de humor. Es decir, escribe con seudónimo, John Le Carré, pero sabe que se le tiene que llamar por su nombre, David Gornwell.Le Carré irrumpió en la literatura vivamente y la llenó de sombras. Concedió al género de misterio y es pionaje la dimensión humana que James Bond le tenía secuestrada. El héroe de Fleming, típico del maniqueísmo de la guerra fría, era alto y fuerte, conquistaba a las mujeres, derrotaba al enemigo sin tregua. El de Le Carré era bajo y regordete, estaba casado con una mujer que le engañaba, y la única vez que real mente ganó, lo hizo traicionando sus sentimientos, como cualquier hijo de vecinos, vamos. Oírselo describir fue deleite intelectual y experiencia humana. Y la tarea de explicarlo en una columnita es tan difícil como la de transformar una novela en película. Dice Le Carré que extraer un guión de cine de un libro requiere que se le despoje de sus matices y se lo reduzca a nula pasión: como tomar una vaca y dejarla en cubito de caldo.

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