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Tribuna
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La fiebre rusa de la independencia

En medio de la niebla de la política rusa, en medio de los rumores de un inminente golpe de Estado -que nadie toma en serio-, un único fenómeno se consolida: la fiebre de la "republicanización" de las provincias. Ha sido Borís Yeltsin quien ha bautizado así la decisión tomada por tres regiones de erigirse en repúblicas. Desde mediados de mayo, Vologda, al norte de Moscú; Ekaterimburgo, en los Urales, y VIadivostok, en el Extremo Oriente -las tres habitadas por rusos-, han dado ya el paso. ¿De dónde proviene la voluntad de estos buenos rusos de dejar de vivir en el Estado ruso?Desde la caída de la URSS, sólo los pueblos conquistados por los zares, y divididos por los soviéticos en 21 repúblicas y 14 regiones autónomas, habían presentado reivindicaciones separatistas en nombre de su diferencia étnica, lingüística y de su pasado de víctimas del "colonialismo ruso". Borís Yeltsin dio un paso en su dirección al firmar con ellos, el 31 de marzo de 1992, un tratado federal que les otorgó gran número de nuevos derechos. A pesar de ello, Chechenia, en el Cáucaso, y Tartarstán, en la región del Volga, se negaron a adherirse al tratado y se consideran virtualmente independientes. Su modus vivendi con Moscú es un tanto confuso: tienen sus propias Constituciones y se gobiernan según sus propias leyes, ignorando las de Rusia. Los chechenos aplican ese principio sistemáticamente, los tártaros con más ductilidad, pero el resultado es prácticamente el mismo. Por ejemplo, Chechenia no celebró el referéndum del 25 de abril, mientras que en Tartarstán, aunque en principio estaba autorizado, sufrió tal boicoteo que hubo que declararlo no válido. En el resto de las repúblicas autónomas, el sí a Yeltsin sólo obtuvo el 20% de los sufragios, señal evidente de que Moscú no tiene demasiado crédito entre la población. Este resultado parece haber inquietado al presidente ruso, que ha decidido revalorizar el papel de los "ex - colonizados" para frenar esas tendencias centrífugas.Decisión que no está exenta de un trasfondo relacionado directamente con la política rusa.

Porque Yeltsin se debate actualmente en una polémica parecida a la cuadratura del círculo. Quiere dotar a Rusia de una Constitución muy "presidencialista", hecha a su medida y que instaure un poder fuerte. Pero, según la ley actualmente en vigor, el único que puede aprobar, por una mayoría de dos tercios, una nueva Constitución es el Congreso de los Diputados del Pueblo. Yeltsin, en guerra abierta con el Congreso, sabe que su proyecto no tiene ninguna posibilidad de ser aprobado. Para sortear dicho obstáculo, esperaba, en vano, lograr que los firmantes del tratado federal, es decir, los dirigentes de las 88 regiones autónomas restantes, asumieran su Constitución. Entre ellos, los 35 jefes de las repúblicas y regiones autónomas representan más de un tercio de los sufragios.

Para animarlos a aprobar su proyecto, Yeltsin les ha ofrecido de entrada el 50% de los escaños de la Cámara alta (comparable al Senado de Estados Unidos) del futuro Parlamento bicameral. Como era de prever, las repúblicas autónomas automáticamente han pedido más y han obtenido diversos privilegios económicos y derechos especiales. Eso ha sido demasiado para muchas de las regiones rusas, que lo han utilizado como pretexto para manifestar su voluntad de "republicanizarse". "La nuestra es la segunda región industrial de la ex URSS", explica Eduard Rossel, jefe de la Administración de Ekaterimbureo. "Tiene más de cinco millones de habitantes; no es normal que tengamos menos derechos que algunas repúblicas no rusas que no tienen más de 200.000 o 500.000 habitantes". Tras lo cual, Rossel demuestra, apoyándose en las cifras, que siendo el primer proveedor del presupuesto federal no recibe de Moscú, sin embargo, más que cantidades irrisorias para sus propias necesidades. "Como estamos obligados a apañárnoslas solos", se queja, "desde hace dos años hemos adquirido una cierta experiencia de autogestión, y para seguir por esa vía ya no necesitamos a Moscú". Ambiciona unirse con sus vecinos de Kurgansk, de Oremburgo, de Cheliabinsk y de Perm en una vasta República de los Urales e invitar, además, a los siberianos de Tiumen, que aportarían todas sus riquezas petrolíferas. Dicha república representaría más de la mitad del potencial industrial de Rusia y separaría prácticamente a la Rusia europea de su parte asiática.

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Los discursos de los dirigentes de Vologda y VIadivostok tienen la misma lógica, aunque sus argumentos sean diferentes (la región de Vologda, fundamentalmente campesina, se siente "demasiado pobre" y VIadivostok "dernasiado lejana" como para aplicar las leyes de Moscú). Los dirigentes de VIadivostok piensan incluso en la posibilidad de crear la vasta República de Primorié, reagrupando en torno a su región las provincias costeras y, más tarde, a sus vecinos de la Siberia oriental. No esperan nada del eje Moscú-Bonn, que tanto le gusta a Borís Yeltsin, y miran más hacia Japón y Asia. En VIadivostok ya se circula en coches japoneses. Coches con el volante a la derecha que Moscú intentó prohibir, provocando una huelga general de protesta en toda la región. El comercio con China prospera en la misma medida, hechizado por los bajísimos precios de los productos chinos y por la proximidad de una mano de obra muy trabajadora y muy poco exigente.

Pero estas ambiciones de las repúblicas autoproclamadas no han surgido de la noche a la sombra del debate constitucional. Éste no ha hecho más que acelerar procesos ya en marcha desde hace meses. En el referéndum. del 25 de abril, en Vologda y Ekaterimburgo se añadió una pregunta suplementaria acerca de la independencia de esas regiones, y el electorado respondió con un sí masivo. ¿De qué se trata, pues? Algunos economistas explican que cuando los imperios se hunden o nacen es muy fácil hacer grandes fortunas. Y eso es lo que pasa actualmente en Moscú. En la capital rusa se compraron en 1992 más Mercedes 600 que en toda Europa y el Rolls-Royce ha comenzado ya a abrirse paso en ese mercado. En las otras ciudades también se da este fenómeno de enriquecimiento rápido de una minoría rapaz, pero a escala más limitada. Y es que Moscú sigue siendo el centro que promulga las leyes (o no las promulga para poder hacer negocios sin reglas) y que fija, dos veces por semana, la evolución del dólar, anunciando que a finales de año tendrá un valor de 1.900 rublos. Es en Moscú donde se decide si se debe bloquear el precio de la energía o, por el

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contrario, debe ser "liberado", y otras mil cosas igualmente importantes. La mayoría de los inversores occidentales pasan, pues, por la capital para firmar sus primeros contratos, recompensando generosamente a los intermediarios y a los funcionarios que se lo hayan "merecido". Todo esto explica que Moscú haya adquirido, en dos años, la reputación de capital europea de la corrupción.

Y todo esto ocurre a la vista de todos los rusos, por lo que no es de extrañar que los dirigentes locales, a pesar de ser favorables a la economía de mercado, tengan la impresión de que los rublos que aportan al presupuesto estatal se convierten inmediatamente en dólares que son transferidos a Suiza, a las cuentas privadas de los ministros, de los altos funcionarios y de sus socios. Varias personalidades del entorno del presidente han sido acusadas por el fiscal de la República, sin que se les haya pedido la dimisión o, al menos, que den una explicación. Y todo ello se ve agravado por el extraordinario caos institucional: Yeltsin no reconoce al Sóviet Supremo y ni siquiera se habla con Ruslan Jasbulatov, su presidente. Sin embargo, el Gobierno presenta todos los días al Parlamento proyectos de ley, pero nadie sabe realmente si el Kremlin tiene en cuenta el voto de los diputados o no. La tormenta que acaba de estallar estos días a causa de la refórma monetaria muestra, además, que los principales ministerios y el Banco Central no se comunican entre sí y que, como se dice, en Moscú la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda.

En esas circunstancias, se comprende que tanto en. Ekaterimburgo como en otros lugares se haya desarrollado eso que Eduard Rossel llama "experiencia de autogestión". De hecho, los dirigentes regionales han aprendido simplemente a gestionar sus propios asuntos, interpretando las leyes rusas con tanta desenvoltura como los chechenos o los tártaros. De ahí a reivindicar el mismo estatuto jurídico no había más que un paso, que acaba de ser dado. Con la ventaja añadida de que el principio ya había sido aprobado, hace tres meses, por el electorado. El Gobierno presentó en su momento un recurso ante el Tribunal Constitucional para invalidar el referéndum de Vologda y Ekaterimburgo, pero dicho tribunal no le dio curso. La única región que todavía no ha recibido el mandato popular para reclamar la independencia es Vladivostok. ¿Qué pasará cuando, tras esta formalidad, las tres repúblicas autoproclamadas pidan al Congreso de los Diputados que legalice su nuevo estatuto? Como para toda modificación constitucional, se necesitará obtener dos tercios de los votos, lo que no parece imposible. Paradójicamente, al querer cortocircuitar a Jazbulatov, Yeltsin ha hecho de él el árbitro de esta liada situación.

Está claro que, aunque ganara, Eduard Rossel no solicitaría un escaño en las Naciones Unidas. La República de los Urales -y las otras dos- se contentaría con tener su propia Constitución y con dejar de alimentar el resupuesto federal de Rusia. Hace tres años, tras proclamar la soberanía de la RSFSR (nombre oficial de la Federación de Rusia, que entonces todavía era socialista y soviética), Borís Yeltsin suspendió de inmediato su contribución a la caja común de la ex URSS, precipitando la desintegración de ésta. Hoy, en su propio país, las tres repúblicas están tentadas de seguir ese ejemplo, y sus consecuencias serían graves para Rusia. La única solución sería pensar en la constitución de un Estado confederal y que todos los interesados discutieran una distribución equitativa de los poderes. En 1991, el historiador Mijaíl Guefter sostenía ya que la ruptura de Rusia en varias repúblicas podría ayudarla a dotarse, partiendo desde abajo, de nuevas instituciones mejor adaptadas a las necesidades de una democracia. Ese país jamás ha conocido la democracia, y sería iluso, decía, querer imponerla "desde arriba", en un territorio inmenso que no facilita la comunicación entre gobernantes y gobernados. Muchos constitucionalistas suscriben hoy esa tesis y defienden una descentralización radical. Pero esos sensatos consejos no tienen en cuenta la lógica de Borís Yeltsin y su equipo. El presidente ruso y los suyos quieren un poder fuerte que les permita introducir la economía de mercado a la carrera y rompiendo todas las resistencias. No buscan la mejor forma de democracia y no aceptarán un nuevo arreglo institucional más que si las circunstancias les obligan a ello. La experiencia de esta semana ha sido un nuevo golpe para la autoridad del Estado ruso, virtualmente paralizado. Tarde o temprano, será necesario reconstruirlo sobre otra base.

K. S. Karol es periodista francés especializado en cuestiones del Este.

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