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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tres Tours, tres

EL PASEO de amarillo de Miguel Induráin por los Campos Elíseos se ha convertido ya en una tradición hispano-francesa a estas vueltas del verano. Por tercer año consecutivo, y con una salud de futuro que hipnotiza a sus rivales e inquieta al aficionado, el corredor navarro ha ganado el Tour con superioridad concisa, amena mueca y despiadado minutaje.La forma de ganar del gran campeón, su antropología ante la carrera, su geopolítica deportiva, son exactamente las que parecen corresponder al tiempo que vivimos, aquel en el que la liquidación de una gran referencia ideológica adversaria nos priva del vuelo tentador de la utopía, del esfuerzo por establecer una meta, es decir, de saber adónde vamos. De igual forma, Induráin gana sin plantearse ningún más allá, ningún mítico Anquetil al que desplazar, ningún Merckx airado al que batir en su particular terreno del derroche, ningún recuerdo del gran Coppi con el que disputarse la memoria.

Muy al contrario, la fuerza tranquila del ciclista español parece decidida a agotarse en sí misma. Como decía hace unas jornadas el filósofo francés Alain Finkielkraut, en este mundo tan densamente contemporáneo "ya sólo se trabaja para trabajar, se investiga para investigar, se piensa para pensar", sin ningún finalismo ulterior al que atender. Eso es lo que hace Miguel Induráin aplicando la regla de cálculo a cada carrera y extrayendo el mínimo común denominador de la victoria sin riesgos, pero también matemáticamente despojada del inaudito alarde. Ganar y tener contento al adversario parecen ser los grandes objetivos del corredor de Villava.

Todo ello puede ser inquietante para el deporte, aunque, justificadamente, los aficionados españoles festejen hoy la gran victoria de nuestro as del velocípedo. Tal ha sido la dominación de Induráin sobre la carrera -que no sabrían ocultar sabias dosificaciones en alta montaña o en la última contrarreloj, cuando el Arco del Triunfo de París ya tenía propietario- que los grandes comentaristas franceses de la ronda se afanaban no ya por encontrar razones con que amagar la duda en su victoria, sino por espiar cualquier signo de incomodidad en el atleta al objeto de demostrarse a sí mismos que allí seguía viva la emoción: "Il a grimacé" -"ha hecho una mueca"-, se oía decir con la convicción irrebatible de quien prueba que el corredor español tiene que ser, al fin y al cabo, un ser humano.

El deporte, y muy particularmente el ciclismo, ha sido, sobre todo, épica; transposición apenas camuflada de la guerra a los tiempos de la competición pacífica, desde que un griego decidió que eso era lo propio ya unos cuantos tours antes de la era cristiana. Y en ese combate agonístico, por el mismo carácter incruento con que se alcanza la victoria, no pueden regir las mejores reglas de la guerra: no cabe una Convención de Ginebra que amaestre el resultado. Y con su imbatible parsimonia en el triunfo, Miguel Induráin quizá nos esté hurtando algo a lo que creíamos tener derecho: el fulgor de la utopía.

Es, seguramente, adecuado que así sea. Desaparecido el gran enemigo bipolar, Miguel Induráin vence hoy espléndidamente al estilo de una nueva era, en la que los aficionados con memoria harán bien en irse habituando a que el triunfo se explique por sí solo, a entender que el futuro ya no existe, que el glorioso salirse de uno mismo es cosa del pasado. Pero, nos hallemos o no al fin de la historia, bien está que contemos con la máquina de relojería más perfeccionada al servicio del ciclismo que el mundo ha conocido. Por todo ello, este Tour del 93 es tan sólo el tercero.

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